LIN. Fátima Ricón Silva

“(Basado en un hecho real y entrañable. Muchas personas anónimas se dejan seducir por el amor a los animales y la necesidad de dar su cariño, sin tener en cuenta la raza ni el pedigrí)”.

Llevo dos días solo. Vagabundeando por las calles de un pueblo que no sé sí es el lugar en el que nací u otro. Desconozco dónde vine al mundo, fue en el seno de las raíces de un grueso árbol, al abrigo de la corteza cálida y el musgo mullido que las recubrían. Hacía calor y la noche se esforzaba por hacer su aparición. Nací el último de una camada de ocho miembros. Yo era el más famélico y de tamaño inferior a mis hermanos. Conviví un mes con mi familia, bajo un riesgo permanente de pérdida. Soy demasiado inquieto y curioso y todo me llama la atención. Constantemente me desvío del camino, husmeando aquí y allí, indagando olores y deseando encontrar un buen trozo de comida para llevarme a la boca. Somos muchos a compartir y nada es suficiente.

Mi madre es una privilegiada. Unas amantes de los animales lleva aprovisionándola de buenos alimentos durante años. Ella va todos los días a un punto del parque de Las Amapolas y a una hora determinada dos entrañables viejecitas y un caballero aparecen con unas bolsas llenas de pescado hervido, raspas y cabezas que, actualmente, todos consumimos con gula. Las encantadoras señoras no caben en sí de gozo al ver la numerosa familia que ha formado mi madre. No es la primera vez ni será la última que la prole crece y ellas hacen los esfuerzos pertinentes para saciarnos a todos. Sin embargo a veces no acuden a la cita. Sus motivos tendrán.

La última vez que compartí manjares y caricias de nuestros benefactores fue antes de ayer. Al regreso de la comilona, cerca de las ocho de la tarde, decidí hacer una excursión privada y en soledad como a mí me gusta. En un descuido de mi madre aproveché para escabullirme del grupo y acercarme a una zona urbana en la que se apreciaba un cierto ambiente.
La oscuridad era inminente, el cobijo de las sombras me ofrecía seguridad y valentía. Tenía hambre, mi condición débil y endeble favorecía que yo fuera de los que más difícil acceso tenía a la comida. Mis hermanos llegaban primero o de un zarpazo me hurtaban el manjar que yo, excepcionalmente, había aprehendido con mis garritas aguzadas.
Merodeé por entre las ruedas de los coches, por las zonas inferiores de los contenedores de basura dónde una bacanal de aromas y olores putrefactos y deleitosos auguraban alimentos que llevarme al estómago. Sin embargo no podía acceder a su interior para seleccionar alguno de aquellos restos que seguramente me harían suspirar por exquisitos.
Debajo de un automóvil que emanaba el calor resultante de haber sido manejado recientemente decidí descansar y observar lo que a mi alrededor acontecía.
No estaba preocupado. Aquella escapada eventual era una aventura que quería vivir.
Pasaron las horas y la noche.
Agazapado en ocasiones y merodeando en otras, pasando las horas y buscando novedades y de este modo transcurrió un día. Apenas había conseguido comida y desconocía el camino de regreso para reencontrarme con mi familia, así como el trayecto para acudir al parque de Las Amapolas a recibir los presentes culinarios de las viejecitas.

De nuevo la noche me cubrió el lomo. Volví a acudir a aquel reducto de grandes cajones de plástico provistos de ruedas que tan buenos aromas escondían. Necesitaba alimentarme. Me sentía desfallecido y decaído. Me oculté al acecho entre unos arbustos cercanos y vigilé, esperando el momento oportuno para acceder a una de aquellas bolsas que las personas portaban y depositaban en su interior.
Percibí unos pasos rápidos y nerviosos, una mujer se acercaba apresurada con una bolsa de mediano tamaño en sus manos. Desconozco el porqué pero una intuición y una atracción especial brotó en mi interior. Esa persona me necesitaba y yo la necesitaba a ella.
Comencé a maullar tímidamente. Sin salir de mi escondrijo. Ella sobresaltada al escuchar los maullidos, escudriñó nerviosa en todas las direcciones, buscando el origen de los maullidos. Pero yo no me decidía a salir del lugar que me amparaba.
Ella al no descubrir el origen de los maullidos procedió a arrojar la bolsa de la basura en el interior del contenedor.
Otra bolsa de golosinas fuera de mi alcance, pensé desolado.

Percibí que tras realizar su tarea echó otro vistazo buscándome, intentando identificar al minino que previamente había reclamado su atención.
Como no logró distinguirme entre las sombras de la noche retomó su camino de regreso a casa. Entonces desesperado empecé a maullar y en un alarde de valor salí del cobijo de aquellas ramas y la alcancé.
Ella se detuvo sorprendida mirándome y yo, envalentonado por la necesidad, me acerqué hasta ella e inicié una danza de caricias y frotamientos entre sus pies calzados con unas chancletas de goma.
Se dejó hacer, mientras me observaba. Nos miramos a los ojos varios segundos. Hubo una conexión especial y evidente.
De repente unos pasos lejanos vinieron a interrumpir ese momento mágico, por lo menos para mí.
Una persona se acercaba, acarreando una caja, y ella le saludó:

-Buenas noches.

Y dirigiendo su mirada hacía mí le indicó:

-¿has visto que gatito? Parece abandonado.

-Sí, es un cachorrillo. Muy joven.

Con un notable esfuerzo por su parte, -así quiero pensarlo-, se zafó de mis arrumacos y prosiguió su camino a casa.

Allí me quedé yo solo y desvalido, muerto de hambre y triste.

Pero un hecho sorprendente acaeció. Al cabo de cinco minutos, un hombre se acercó a mí. Me cogió con delicadeza entre sus manos y me trasladó al lado de la mujer que hacía un rato había conocido.

He sido adoptado. Soy el minino más feliz, mimado, consentido y agradecido que hay sobre la faz de la tierra.
Ahora tengo una nueva familia que me adora, mi propio dormitorio, médico personal, y lo mejor de todo es que yo a ellos les hago tan dichosos como ellos a mí. Tenemos un cariño mutuo profundo e inevitable. Vine a este mundo para ellos.

Ahora soy Lin, diminutivo de Potxolin, el rey de la casa.

Mariela llegó a su domicilio, tras bajar a la calle a llevar la basura, angustiada y con un punto de alarma en su corazón. Inmediatamente al penetrar en su hogar se dirigió a la cocina dónde se hallaba su esposo. Y sin esperar a nada le lanzó a bocajarro:

-Miguel, he visto un gatito precioso en la calle, parecía abandonado, se me ha acercado y me ha hecho unos arrumacos. Pobrecito ……..

Sin hablar, sin debatir, sin consultar, a veces la complicidad y el conocimiento mutuo permite que se prescindan de conversaciones que son baldías e innecesarias.

-¿Dónde estaba? –Preguntó Miguel.

-En frente de los contenedores de basura……

Y Miguel sin añadir nada más salió presuroso de la casa y en cinco minutos regresó con el minino en sus brazos.
Después de ser alimentado, desparasitado y bañado, acomodado y muy deseado, Lin está feliz y, Mariela y Miguel más.

-Hemos sido adoptados por un gatito, jajajajaja -afirman ambos.

¿Quién adoptó a quién?

 Fátima Ricón Silva

2 comentarios:

  1. Hola, Fátima:

    Preciosa historia; todo lo que tenga que ver con el amor hacia nuestros ‘hermanos pequeños’ me llega muy adentro… Sí, yo estoy convencida que son ellos los que nos adoptan a nosotros, o al menos así ha sido siempre en nuestro caso 😉

    Un abrazo gatuno y un miaú de alegría…

  2. Hola, Fátima.

    Es la historia más bonita y real que he leido en mi vida, ya que yo soy el rescatador y adoptador de este katutxo. La verdad es que me llena de emoción leer nuestra propia historia, todavía estoy sollozando.

    Muchas gracias y un besazo

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