«Si tú me dices ven…»
Resuena en mi cabeza su voz ronca. La sacudo intentado acallarla, confundirla con el ruido del cabello batiendo el aire, con el crujir de mis cervicales, pero sé que es un espejismo y que por mucho que me revuelva seguirá aquí, dentro de mí.
Cierro la puerta y a oscuras me dejo caer sobre la cama. Son primero los segundos y luego los minutos. El tiempo revienta.
La pared, blanca, desnuda, se llena de sombras. Temo sucumbir a una indiscutible tristeza absurda que sólo existe en lo existencial, vacía, yerma, que ni siquiera me interesa. Una añoranza que no existe más allá de los huesos que sostienen mi cabeza. Morir sin morir, un alivio que me permite avivarme en el mismo instante en que la primera palada de arenar invisible cae sobre la caja que entierra la estúpida locura que arrastro como una condena intermitente.
Levanto las manos y un par sombras lóbregas se convierten en un guiñol enano. Recorro la curvatura de su espalda jugando a las sombras chinescas. Su sabor salado, mezcla de sal y almizcle, vuelve a mi boca como si estuviera aquí. Es el juego de los sentidos que se mantienen cuando la memoria se pierde.
Deben ser las nueve. El alumbrado se cuela como un ladrón y el teatro improvisado desaparece tras las llamas simuladas por un farol que se ha convertido en un suplicio nocturno.
Desparece, todo desaparece, pero aún puedo sentir en los labios el sabor salado que encierra.
Anita Noire