La Pizza. Por Dorotea Fulde Benke

En otra vida fui masa de pizza. Todavía lo noto cuando intento abarcar demasiados frentes a la vez o tiran de mí para cubrir mentirijillas, disculpas o bulos. Entonces mi cuerpo sólido y macizo se extiende y se vuelve fino y transparente; aparecen fisuras y rotos que no se curan con facilidad a no ser que unas manos hábiles agrupen los flecos y tiras y los vuelvan a integrar dándome un masaje del alma que me sosiegue y fortalezca.

¿Nunca se han preguntado qué siente la masa de pizza cuando vuela encima de la cabeza del pizzero, antes de que la recoja incrustando los dedos en su blandura, aplastándola en la encimera, pasándole el rodillo y estirando su suave piel hasta más no poder porque alguien ha pedido una margarita crujiente? Pues, ese momento es de libertad suprema, un orgasmo aéreo que dura lo que el vuelo, un instante glorioso con la improbable posibilidad de salir planeando por el tragaluz abierto, convertida en ovni comestible –si bien crudo– y quedarse colgada del toldo exterior, justo encima de la calva del comensal hambriento y despistado que tarda en darse cuenta por qué se ríen los de las otras mesas. La dicha sería corta: la fugitiva notaría cómo poco a poco la adhesión del pegamento rudimentario compuesto por harina y agua se iría venciendo por la gravedad, como las ventosas diminutas que intentarían sujetarse a la lona cederían y perderían contacto, y se soltarían precipitando la caída final y definitiva. La aventura acabaría sobre la mencionada calva, cubriendo su desnudez con una mascarilla ligeramente aceitosa y nutritiva, hasta que el pizzero, alertado por los gritos y gruñidos del cliente, la recogería con cuidado, formando con ella una semiesfera abollada destinada al cubo de basura, mientras se disculparía mordiéndose los labios por no ceder al impulso humorístico de una escena digna de Jerry Lewis.

Fue un sueño, por supuesto. Bajo la luz de neón de la cocina de la pizzería, mi cuerpecillo convertido en crêpe crudo yace sobre el mármol donde resbala en la hostil capa de harina que impide cualquier adherencia. Se acerca un cucharón, seguido de un pincel blandenque y goteando, y me aplican un rápido baño de aceite y tomate. Un granizado de queso impacta en mi superficie, seguido de tomate en rodajas y más queso en grumos. Mi base intenta respirar y no puede. Percibo que me atacan por la espalda. Una especie de pala me recoge y mientras viajo un corto trecho, nuevamente convertida en objeto aéreo sin nombre propio, ya me aturde el hálito ardiente del horno. A partir de ahí todo es sufrimiento, tortura y quemazón hasta que mi tierno disco cruja y el queso se abrace llorando al tomate en una fusión tan íntima como limitada en el tiempo, otro símil de actos placenteros que nadie observa ni comenta.

Corto es el respiro de la cama de porcelana; ya se aproxima una rueda segadora que marca y separa trozos triangulares. Una vez aterrizada en la mesa, el destino de una pizza margarita de masa fina es tan conocido como terrorífico, y por piedad no sigamos su camino más allá del pórtico dentado…

No, no me miren así, nunca he pasado por esos trances. Fui encargada para un cumpleaños de chavales y llegamos tarde, el repartidor, mis seis hermanas y yo. Ya habían comido tarta y estaban pinchando globos; nadie quiso pizza. El final se me confunde con imágenes de gaviotas y hormigas que todavía me quedan por asimilar cuando vuelva a mis citas con la psicóloga que se dio de baja materna justo cuando llegamos a mis recuerdos del vertedero.
 
Texto: Dorotea Fulde Benke
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