El vigía de la torre. Por Dorotea Fulde Benke


Juro que la vigilé con todas mis fuerzas. Desde que el Rey me encargó el cuidado de su bella y única hija, sumida en el más profundo de los sueños salvo la muerte, mis días y mis noches tuvieron un solo objetivo: que nadie indigno rompiera el hechizo porque si la princesa se despertara sin que el caballero, príncipe o campesino que lograse llegar a ella, se lo mereciera, se convertiría en una paloma para volar siempre jamás sin descanso posible.

Vigilé, pues, y aceché a los que vinieron para salvarla, así al menos lo llamaban ellos, ya que desconocían el alcance total del malvado conjuro. Sin remordimientos maté a los desprevenidos, arranqué los corazones a quienes juraban luchar por amores, y el fuego inextinguible de mis fauces acabó con guerreros y soldados que pretendían acceder a la torre en la que el tiempo se hallaba detenido.

Afuera pasaban las temporadas: la nieve rescataba la campiña de la sequedad del otoño; brotaban las hojas en primavera, y llegaba el calor del estío. Mi solitaria vigilia continuaba y sin desfallecer rondaba las entradas al castillo, sobrevolaba los lagos y bosques cercanos, y a veces –unas pocas veces– me acercaba al ventanal de la torre para comprobar que ella seguía durmiendo plácidamente sobre su cama de princesa, envuelta en vestidos de seda y mantas de brocado.

Al cabo de años, muchos años para los humanos, se presentó ante mí un joven aldeano. Se había abierto camino a través del bosque de robles centenarios y no llevaba armas. Sin mostrar miedo ni odio entabló conversación conmigo, y yo, sediento de compañía y harto de subsistir rodeado de muerte, consentí que me hablara; le escuché y le creí.

Me contó que desde que nació estaba viendo a la princesa en sus sueños, y que a partir del momento en que se hizo hombre, empezó a desearla como a ninguna otra muchacha. Supo describir el cuarto de la torre que nadie había pisado en cien años, y conocía la postura de sus manos y los gestos de su cara cuando se movía prisionera del sueño encantado.

Embelesado por su profunda voz y límpida mirada, permití que me brindara una cierva joven, apenas cazada, que había traído consigo, y cuya sangre dulce y temible hizo que yo sucumbiera al cansancio de mi vigilia interminable. Vi cómo sacaba una gran lanza de entre la maleza, pero no conseguí moverme ni sentí el hierro atravesar mi garganta. Aun así, tuvo que prender fuego a mi cuerpo inerte que solo convertido en cenizas le franqueó la entrada.

Y mientras mi alma de guardián burlado emprendió el vuelo hacia sus orígenes, él se vistió con los ropajes del último príncipe matado por mí y, convertido en cortesano, subió raudo las escaleras a la torre.

Dorotea Fulde Benke
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