El sueño del caballero.
El caballero soñó que se ponía de parto en mitad de la noche. Los primeros dolores se presentaron potentes y sorpresivos, ante el estupor del sufriente, que no salía de cuentas hasta dentro de un mes.
Tiró del cordón negro y oro que pendía junto a su cama, pero no acudía nadie. En medio de una contracción asesina gritó llamando a Dios y a su criado, por ver cuál de los dos quedaba más a mano y acudía antes y con mejores recursos. Llegó el criado, medio dormido, pero atinó a cambiar a su señor de habitación para el acontecimiento.
El nuevo sitio no era algo corriente, jamás el caballero viera algo así: superficies brillantes, lámparas como calderos que parecían llevar dentro millones de bujías encendidas, carros metálicos con bandejas e instrumentos extraños que daban mucho miedo y que le recordaron, en medio de su dolor, los aparatos que aún quedaban en las mazmorras de su castillo y que no se usaban desde los tiempos de su abuelo, que descansaría en paz si no le tuvieron en cuenta tales usos al llegar el hombre al otro mundo.
El caballero miraba todo esto estupefacto, desde un sillón incomodísimo en que estaba atado y en postura por demás indigna. Iniciado el trabajo de parto, el caballero sufría tanto por los dolores como por su extrañeza y su indefensión. El criado no estaba allí, en cambio había a su alrededor personas vestidas de blanco y verde que, silenciosas y lentas, se movían envueltas en aquella luz cruda en que parecía arder toda la habitación. Debió producirse el alumbramiento mientras el caballero estaba distraído en estas observaciones, porque una de las figuras se acercó a él, con la cara tapada hasta debajo de los ojos y sangre en ropas y manos; con voz suave y mirada risueña dijo: «Ha tenido una hija, caballero, es preciosa, aunque de tamaño mermadito por la prematuridad». Antes de entender nada se vio el caballero con la hija en brazos, chillando por comer. Él intentaba que comiera, pero nada de leche salía de sus pechos y la pequeña llorona no soltaba los pezones secos. Por suerte recordó el criado, siempre alerta, que el fiel palafrenero había tenido mellizos hacía unos meses y aún los lactaba. Le pidieron que fuera por un tiempo el amo de cría de la recién nacida, cambiando así temporalmente las cuadras por una bella estancia en la casa donde llevar a cabo su labor nutricia.
El caballero seguía la crianza de la niña con el interés y el sinvivir propio de todo padre primerizo.
Cuando la niña cumplió tres años fue destetada por el palafrenero, que a la sazón había tenido otro hijo que reclamaba su teta nutritiva. La niña noble jugaba en la plaza de armas y se apiadaba de los pobres que llegaban a las puertas del castillo pidiendo unas sobras de comida, un cacho de pan. Como si fuera una santita, se dedicó a amamantar a todos los hambrientos que se acercaban en busca de ayuda. El caballero cayó en la desesperación más profunda ante las extravagantes tendencias de su tierna hijita. Gritó y gritó hasta despertar.
Otros gritos eran los que se oían por los pasillos y en las estancias cercanas de su esposa, lo que le indicó que la buena de Doña Mencía se disponía a alumbrar a su primer vástago. Aterrorizado, el caballero bajó a la capilla a hacer firme promesa de castidad ad aeternum, por si acaso los sueños eran la parte del parto correspondiente a los padres.
María
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