El silencio
EL MONTE CALLADO
Cuando Gonzalo se marchó a la ciudad, el monte enfermó. Las flores silvestres se marchitaron nada más apuntar y los arbustos primaverales que habían hecho frente tanto a riadas como a sequías sacaron sus raíces del subsuelo, se doblaron y se torcieron, y los pajarillos tuvieron que ponerse a salvo anidando en otra parte. Durante un tiempo salían nubes de polvo de las grietas de la tierra arcillosa pero cuando el viento dejó de rondar el monte, todo -hasta el más mínimo movimiento- se iba parando.
Lo más grave sin embargo fue el silencio: sin el aleteo de la hojarrasca que por ausencia de la brisa yacía yerma e inmóvil, sin cánticos ni llamadas de aves, sin el bullicioso zumbido de abejas y avispas, una esponjosa manta de quietud cubría las laderas hasta la cumbre. El lugar parecía maldito; ni los pastores iban por ahí y contaban que la tierra se había tragado incluso el eco entre las rocas que antaño replicaba a los ladridos de los perros del pueblo de Gonzalo.
Él sobrevivía de mala manera en la gran ciudad, cumplía taciturno con su trabajo de peón de obra y mandaba dinero a su familia. Sentía morriña sin saber lo que era, hablaba cada vez menos y dejó de existir poco a poco mientras allá en el monte su mundo se iba resquebrajando.
No encontrarás el «Monte Callado» en ningún mapa pero preguntando por la comarca te guiarán hasta ahí, si bien sin acompañarte por sus senderos.
Dorotea Fulde Benke