Se sentó en los escalones aunque su aspecto y su edad no acompañaran a un gesto así. Era noviembre y el frío intenso. Miró el reloj. Había llegado pronto. A los veinte minutos que faltaban para la hora acordada, tendría que añadirle otros tantos por el retraso con el que estaba seguro que llegaría.
Había cruzado la ciudad pensando en los más de veinte años transcurridos desde la última vez que se vieron. Parecía que nada había cambiado. En la plaza, las mismas terrazas, al fondo el puente. Desde ahí podía ver la puerta de la galería.
¿Existió 1986? La pregunta no necesitaba respuesta, sabía que existió, por eso estaba allí. Las primeras gotas de lluvia tapizaron el suelo, como entonces. Caminó con las manos en los bolsillos, el cuello encogido y cruzó la calle para sentarse a resguardo. Esperar a veces no tiene sentido, pero otras, cobra todo el del mundo, y dos minutos pueden transformarse en una vida entera. Ocupó una mesa dejando la puerta a su espalda; enfrente, un enorme ventanal desde el que veía con claridad las escaleras.
Desde que el mundo es mundo, la simbología existe. No se le hizo extraño ver a aquella mujer que se apostaba en el primer escalón de aquella larga escalera. Un gorro de lana rojo, un abrigo oscuro, y las brazos apretados contra el pecho mirando a un lado y al otro de la calle. Sonrió pensando en que la imagen le era familiar. Los años se diluían esperando, tras una taza de café y el vaho tibio de un aliento que se quiebra. También él esperó a una mujer de gorro rojo.
No oyó la puerta, ni siquiera cuando se le acercó. Sólo escuchó que alguien preguntaba si por ahí pasó 1986 y sentía una mano sobre su espalda. Los dos revivían en un cuadro de Tiziano y en un libro de Platón.
Anita Noire