MÁS ALLÁ DE LA JUSTICIA
Justicia y compasión. Puro antagonismo.
“Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pero, yo os digo: Amad a vuestros enemigos”, nos dirá Cristo. Es la elección entre la ley del talión y la ley del amor para responder al Mal. En el fondo remite al viejo planteamiento epicúreo. Si el mal existe es porque Dios lo permite, en cuyo caso no es Bueno, y si no lo puede evitar, entonces no es Omnipotente. Ocurre, que, si se aplica la ecuanimidad es a expensas de la clemencia. Y, al contrario, quien ame hasta el extremo no podrá satisfacer la justicia. Más… ¿no hay alternativa?
Érase una vez un hombre que detentaba el poder y era temido por todos. Émulo de aquel Draco de la antigua Grecia, sus dictámenes concluían siempre con el máximo correctivo, por lo que se decía de él que sus leyes, antes que redactadas con la pluma eran presagios de la sangre de los culpables. Amaba la justicia hasta el término de inspirar el terror a aquellos que venían a caer en sus manos. Su rigor le había hecho apropiarse de la respuesta del legislador heleno, que, preguntado por qué imponía siempre la pena capital, aducía que las pequeñas infracciones merecían ya tal castigo y no había encontrado otra sanción superior para los delitos más graves. Interpelado por otro jurisconsulto si habría algo que le pudiera hacer cambiar de parecer, se limitó a decir con sarcasmo que, como aquel Tomás, necesitaba ver para creer. Sólo metiendo el dedo dentro de la llaga de la experiencia personal se avendría a ello.
Paradojas del destino, su carrera se vio súbitamente truncada por un accidente, quedando tetrapléjico, castigado de por vida a tener que vivir postrado. Y era tal la aversión que suscitaba que ni siquiera sus más allegados quisieron hacerse cargo de él. De repente, sintió por primera vez la angustiosa sensación de la más completa impotencia. Él, que como los césares tuvo la potestad de decidir sobre la vida y la muerte, bastando inclinar el pulgar hacia arriba o hacia abajo había sido condenado a permanecer encerrado en la envoltura de un cuerpo que ya no le servía. En su lamento reflexionaba la razón de su nueva situación, pues él sólo se había limitado a administrar la ley.
Todo esto giraba como un torbellino dentro de su amueblada testa, cuando a punto de salir del hospital recibió la visita de una mujer joven, que aceptó el penoso trabajo de cuidarlo.
Cuando fluye la vida, la conciencia tiene la capacidad de aletargarse, más cuando se aísla el hombre del mundanal ruido y queda a solas con ella, entonces, como truenos lejanos que presagian la tormenta, el pretérito va reapareciendo de manera incontrolada hasta eclosionar en la duda razonable.
El provecto no lograba conciliar el sueño, a pesar de los somníferos, y con frecuencia despertaba de pesadillas gritando como un poseso. Presa del onirismo, el subconsciente arrojaba incesantemente imágenes, apareciéndosele rostros cuyos nombres figuraban inscritos en las lápidas de sus olvidadas tumbas. Había un hombretón que estranguló con sus manazas a un hombrecillo. Otro, el de un campesino adicto a historias truculentas que, despechado por su mujer decidió empalarla junto a su joven amante. También una anciana que, movida por la celotipia aprovechó el sueño de su marido para coserlo a puñaladas con una tijera de cocina. Había muchos más. Ciertamente, todos ellos habían quebrantado gravemente la legalidad, pero él decidió que fueran muertos en lugar de conmutar el castigo por la privación de la libertad a perpetuidad. No había mayor sanción para tamaños crímenes.
Ante las dantescas visiones, se justificaba en sus fueros internos diciéndose que había sido necesario aplicar todo el peso de la rectitud, no sólo para castigar aquellas abyecciones, sino también para disuadir a otros cometerlas, haciendo para ello prevalecer la equidad por encima de cualquier conmiseración. A fin de cuentas, ¿qué otro castigo podría aplicar para purgar sus crímenes, sino pagarles con la ley del talión?
Eran muchos los que había enviado al cadalso, pero entre todos sus recuerdos prevalecía uno, correspondiéndose con la figura de una dulce muchacha que apenas contaba dieciocho primaveras. Era una buena chica, aunque sin formación, de convicciones sencillas y piadosas. Las malas compañías le hicieron entrar en el incierto mundo de la drogadicción, quedándose embarazada sin saber quién era el padre de la criatura que llevaba en el vientre. Un día―recordaba la instrucción—, estando la comuna reunida y continuando sin obtener el reconocimiento de la autoría, habiendo perdido el control de sus emociones y aprovechando un descuido los encerró dentro del granero, atrancó la puerta desde fuera y le prendió fuego, pereciendo todos. Consecuencia de aquellos horrendos asesinatos fue juzgada y condenada a muerte, fijándose la fecha de la ejecución para el día siguiente al alumbramiento.
La incapacidad de poder valerse `por sí mismo apuñalaba su estado de ánimo, pero el momento que más detestaba era cuando tenía que ser asistido en sus necesidades más primarias e íntimas. Era allí donde más vulnerado se sentía su orgullo por la humillación de la dependencia hasta ese extremo. Cruel paradoja para quien hasta entonces se había constituido en señor de vida y muerte, teniendo que admitir sin ambages su miseria.
― ¿Por qué haces todo esto? ―quiso saber̶― Bien sé que no puede ser el dinero, pues no hay plata suficiente para pagarlo. Además, yo soy un hombre viejo y terminal. Tú, en cambio estás en la flor de la vida.
La joven permanecía en silencio.
― Tus ojos me recuerdan a otra persona. ¡No! ¡No puede ser! ― estrujó su memoria queriendo cerciorarse.
Pasaron los días, y siempre en aquel momento no deseado acudía a su testa la misma perplejidad. Hasta el punto de convertirse en obsesiva. De repente, una lágrima resbaló por su mejilla hasta llegar a la boca, saboreando el amargo sabor del dolor y la compasión.
― ¡¿Tú?!…― le demandó con sorpresa.
― Así es, señoría. Lo ha adivinado. Soy la hija de aquella desdichada a la que mandó ejecutar el día que vi la luz del mundo.
― ¡Fue la justicia la que se llevó a tu madre! – protestó balbuciente, asomando en sus palabras el intento de justificación.
― Mi madre me dejó un testamento escrito que no es lo usual en este mundo. En la carta me decía que moría para expiar su delito y que había pedido clemencia para poder cuidar de la hija que iba a nacer, aunque usted lo desestimó. Pero también me decía que, ante la elección de la probidad y la conmiseración, eligiese lo último. El amor es más fuerte y sabrá triunfar. Cuando los hombres puedan entender esto, Caín dejará de matar a Abel.
El togado quedó perplejo. Pero en la duda que empezaba a instalarse en su sesera, todavía, un atisbo de soberbia le hizo concebir justificarse.
― Si la piedad suple el castigo ¿qué sanción habrá de recibir el mal? ¿Cómo justificar el orden?
― En el arrepentimiento por la aflicción, al reconocer que el mal sembrado no ha sido devuelto, sino perdonado. Esa será su propia penitencia. Ver que quien sufrió dolor le devuelve amor.
― Empiezo a entenderte. Tendré que consentir tus cuidados durante el resto de mi vida. Y eso, cada día me hará sentirme más miserable, porque habré de aceptar un perdón que no puedo rechazar. ¡Mejor sería morir! ¡Y, sin embargo, ni siquiera eso puedo hacer al estar incapacitado!
― Sólo el que ama al enemigo es capaz de amarse a sí mismo. Porque, igual que usted es incapaz de exculparse de sus faltas, todos necesitamos recibir la absolución que viene de arriba y concilia al hombre con el hombre. Dispondrá de todo el tiempo que le resta para entenderlo y asimilarlo.
― Tú tienes ahora la facultad de castigarme por lo que hice a tu madre. Sabré comprender tus sentimientos si me abandonas a mi suerte y de mejas morir como un perro solitario. En tus manos tienes la venganza. Ésa será tu justicia.
― ¡No! ― le respondió con determinación― Mi resarcimiento será cuidarlo hasta que entregue su alma purificada, porque cada día sentirá el peso de lo que hizo, y esa carga convertirá su corazón de piedra en un corazón de carne. El daño moral es superior al daño físico, pero es a su vez liberador. Esta es la victoria de la clemencia sobre la justicia, pues se hace una justicia mayor que consiste en el arrepentimiento interno.
Al escucharla, el juez entendió por fin cómo armonizarse los términos iustitia y cumpassio.
Ángel Medina