Martín de Ambel. Por Gregorio L. Piñero. Cuentos estivales.

Cuentos estivales (X)

Concepción Entre ríos

Martín de Ambel

 

     -¿Cómo lo pasasteis anoche en la era? Preguntó el abuelo de mi pupilo a los zagales, que revoloteaban por la replaceta, jugando “al pillao”.

-Muy bien -le contestó mi pupilo. Nos contó el tío Salvador la historia de la Morciguilera.

     -¿La de Martín de Ambel? –le repreguntó el abuelo Gregorio.

     -No, la de los refugiados de Bullas. –contestó el Tián.

     -¡Ah! Pues esta noche os contaré yo la de Ambel.

     Y siguieron los zagales con sus correndillas…

     A la noche –me explicó mi pupilo- y tras de la cena, los chiquillos se acercaron hasta la casa del abuelo Gregorio, que ya estaba sentado en la puerta en un sillón de caña trenzada.

     -¿Nos cuenta usted la historia que dijo, tío Gregorio? –Preguntó el Juanico que se había venido con su padre, el tío Bartolo, desde su casa, algo más retirada en dirección al “royo” (arroyo). También estaban la Teresica y la Marianica, llegadas con su padre el tío Salvador.

     Y, mientras los adultos liaban un cigarro, el abuelo Gregorio esto les contó:

     -Allá por el siglo XVII, vivió en Cehegín un hidalgo de nombre Martín de Ambel. Fue hombre muy culto y sabio. Escribió “Antigüedades de la Villa de Cehegín”.

     Cuando tenía unos treinta años se enfrentó en un duelo al Alférez mayor de la villa, Alonso de Góngora, por una cuestión de honor en relación con la hermana de Martín. En el lance, mató a Alonso y, para que no fuese detenido y juzgado, se acogió a sagrado en la Ermita de la Concepción.

     -¿Y qué es eso de acogerse a sagrado? –Preguntó la Teresica.

     -Dentro de un recinto sagrado, como una iglesia o ermita, ni la Santa Hermandad ni los alguaciles podían entrar a ejercer su autoridad, de modo que quien se acogía a sagrado, quedaba bajo la protección de la Iglesia Católica y no podía ser detenido.

     -¡Ah! Exclamó la niña, con admiración suprema.

     -Pues bien –continuó el abuelo Gregorio, mientras aspiraba el humo de una casi diminuta punta de un puro “Farias”, que mantenía durante todo el día sin acabar de fumárselo y que cogía con la punta de los dedos índice y pulgar- encerrado en la ermita pasó el resto de su vida, casi cuarenta años.

     Ya estando acogido en sagrado en La Concepción, enviudó de Catalina Gil, dejando cinco hijos. Conoció entonces a Isabel Fajardo, con la que se casaría después y, para poder tener ratos de intimidad, en las noches salía Martín sigilosamente de los muros de su reclusión voluntaria y se llegaba hasta el río Quípar, donde se introducía por aquella salida de la Morciguillera, y llegaba a esta de Burete, donde se encontraba con Isabel, quien le esperaba en un coche de caballos, que les conducía hasta alguna de estas casas, donde se amaban y hacían uso del matrimonio. Así hacía la mayoría del trayecto oculto a cualquier mirada.

     Así fue durante muchos años, hasta que la vejez de Martín le impedía el salir a la calle en esas noches cerradas, como años atrás. Al morir, fue enterrado en la cripta de la capilla de San Juan de la Ermita de la Concepción de Cehegín.

     Poniendo en riesgo el que lo delataran o descubrieran y, por tanto, detuvieran, se atrevía a verse con su mujer en estos campos. Eso demuestra que el amor no tiene barreras.

     -¿Y por qué no se veían en la Ermita? Preguntó inocente Marianica.

     -Porque hay cosas, le contestó el tío Gregorio, que un hombre y una mujer no deben hacer en recinto sagrado.

     Y se quedaron todos los niños perplejos a la par que maravillados. Todos pensaron que querían amar tanto como se quisieron Isabel y Martín, que ponían en riesgo sus mismas vidas para poder disfrutar de su cariño y amor.

     Esta vez, a mi pupilo se le humedecieron los ojos por que le afloró su espíritu romántico.

     -¡Vamos Cholo! –Me dijo. Es hora de dormir, que ya refresca lo suficiente para poder conciliar bien el sueño. Y le seguí obediente hasta su dormitorio.

 

 Gregorio L. Piñero

    (Foto: Ermita de la Concepción desde la Plaza del Mesoncico. Manuel Ruiz Giménez. Del blog “Cehegín, tierra entres ríos”).

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