Cuentos estivales (LVI)
Los domingos.
Los domingos por la tarde íbamos, irremediablemente, a Misa. Porque, Cholo, la práctica de la fe religiosa era una mezcla de raíces culturales con cierto temor reverencial tanto al pecado, como a la crítica social y a la del propio sacerdote. Así que, vestidos con las mejores galas, las familias enteras se dirigían andando hacia la Plaza de la Iglesia de San Pedro. Era un buen tramo y los chiquillos aprovechábamos para corretear de modo que, al llegar a la zona pavimentada, había que limpiar los zapatos pues trocaban del color blanquecino del polvo del camino, ocultando los vivos marrones o negros de su hechura. -Me comenzó a explicar mi pupilo.
El templo, abarrotado, era un verdadero horno. Y pese a que con el tiempo se pusieron en sus columnas y paredes ventiladores que, por cierto, hacían mucho ruido, las mujeres llevaban abanicos, algunos de gran valor artístico, que agitaban tratando de refrescarse. Los niños agitaban un paipay, que era como un círculo de papel con pliegues pegado a un palo o a una caña con que sostenerlo.
Pero todo era insuficiente. Había una sensación de bochorno agobiante que, junto al zumbido de los ventiladores y el “rrraaccc-tac” o “tac-rrraaccc” de la recogida o abertura de los abanicos, la ceremonia se seguía por los fieles más por intuición que por ser escuchada con facilidad. Y, encima, aquellos primitivos sistemas de megafonía, se acoplaban y hacían que la voz del sacerdote resultara metálica y producía tal eco, que resultaba imposible entender bien sus palabras.
Pero era un sacrificio necesario -prosiguió- para alcanzar la recompensa posterior. Porque al salir de la misa, se nos compraba a los chiquillos unos chambis de fresa o de mantecado, ya que el heladero ponía su carrito en medio de la plaza, para hacer su negocio más importante de la semana, vendiendo sus cremas heladas y sus granizados de limón o de agua de “sebá” (cebada), más consumidos éstos por los adultos y que se servían en vasos de cristal que se enjuagaban en un pequeño bidón de agua y se sorbían con una pajita de anea. Más tarde los vasos y las pajitas pasaron a ser de plástico.
Con aquel chambi, era necesario extremar la forma de comerlo pues te facilitaban una palita muy fina, de madera (luego también pasó a ser de plástico) que, al usarla para ingerir un poco, resultaba fácil despegar todo el helado de su base de pasta, que era un cucurucho de galleta o de barquillo, y que al ir a dar el bocado, toda la bola cayese al suelo, para delicia de los perros que pululaban por la zona y sorpresa, enojo y frustración del zagalico.
También tenía polos de anís, de menta y de limón. Se asían por una lengüeta que sujetaba el interior del helado, de modo que era mucho menos arriesgado el comerlos, si bien la última sección también necesitaba extremar cuidado, pues al comer una parte, su otra mitad del extremo contrario también podía desprenderse y caer al suelo, igualmente para regocijo de los perros que, en un pis-pás, se refrescaban también con el sabroso hielo.
Y la madrina de mi pupilo, cuando comían un polo, siempre decía lo mismo: «el que se come un polo tiene un regalo: se come el polo y le queda el palo».
Eran las recompensas de toda una semana en el caserío, que los niños disfrutábamos mucho, mientras de regreso, comentábamos los juguetes que se exhibían en el escaparate de alguna de las tiendas que veíamos al pasar.
(Continuará).
Gregorio L. Piñero
(Carrito chambilero. Foto: Dieta Mediterránea KM0).