Cuentos estivales (VIII).
La princesa de Alquipir
No muy lejos del cortijo de Los Marianos –me contó mi pupilo- donde veraneaba, en un cerro junto al río Quípar que preside al Valle del Paraíso, está “el castillico”, que son los restos de la fortaleza de Alquipir, oculto por la maleza y la vegetación. Una construcción musulmana que fue abandonada –probablemente- en el siglo XVII. Hoy está en ruinas y, en su niñez, varias veces hicieron excursiones a ver ese castillo, que también está inmerso en la leyenda.
Solía pasar también unos días de descanso en una casa cercana –prosiguió mi pupilo- un buen amigo del abuelo Gregorio, junto con su esposa y algunos nietos. Era un Maestro Nacional, ya jubilado, que llevaba a los niños de excursión a lugares pintorescos de la zona. Don Pedro, cree que se llamaba. Era muy amante de la Historia.
En una ocasión los llevó hasta el Castillo de Alquipir, provistos de una hogaza de pan, algo de tocino, unos tomates y unas botellas con agua, forradas de esparto trenzado, junto con las imprescindibles pequeñas navajas. Una vez allí, les enseñó los restos y les hizo sentar bajo la sombra de un gran pino carrasco que allí lucía su esplendor de tantos años de crecimiento. Y nos dijo;
-¿Veis los restos de esa torre, que debió ser majestuosa? ¿La veis?
-¿La de la izquierda, abuelo? –le preguntó uno de sus nietos a Don Pedro, ante la confusión que todos los niños tenían sobre la ubicación exacta.
-¡Exacto! Era la Torre del Homenaje. Y en ella estuvo cautiva varios años, hasta su rescate, la princesa musulmana Shara, llamada así por su cabello rubio y de sangre eslava. Era una joven preciosa y de ella se enamoró un joven soldado plebeyo, que servía en la guardia de su padre, el último Califa de Córdoba, Hisham III.
Los jóvenes, casi adolescentes, se conocieron y se prometieron amor eterno. Pero fueron descubiertos por el malvado y codicioso visir Hakam ben Said, que quería desposarla para sí, y convenció al Califa para que le autorizase a confinar a Shara durante un tiempo en un alcázar lejano, donde sería trasladada en secreto, sin que el soldado Jalal, que así se llamaba y que significa gloria, o grandeza, pudiera encontrarla.
Y supo de esta fortaleza que, en los confines del levante de la península, muy lejos de Córdoba y muy aislada por su carácter defensivo y de observación, sería idónea, pues imposible el dar con su paradero. La hizo salir de Córdoba en la oscuridad de la noche, junto con su ama y una criada y la guardia de escolta, que permanecería luego en este castillo para protegerla.
Pero el déspota del visir fue asesinado unos años después y el Califa fue desterrado (marchando a Lérida), dando paso a los reinos de taifas. Alquipir pasó en un primer momento a la Taifa de Almería, siendo gobernador de Murcia el también eslavo Sumar que luego fue rey de la Taifa almeriense.
El gobernador hizo llamar a los reales alcázares de Múrsiya a todos los alcaides de todas las fortalezas de su gobierno, para que le dieran cuentas de la situación de las plazas de que eran responsables y fue entonces cuando el gobernador supo que una joven de su familia estaba reclusa en Alquipir, por orden del Califa destituido, su padre.
La hizo llevar a sus palacios de Murcia, y la agasajó y acomodó como a una más de sus hijas. Una vez que supo toda la historia, hizo obtener por todo Al-Ándalus noticias de Jalal; y, a las pocas semanas un mensajero le informó que estaba en la guarnición de la Taifa de Ronda, donde era naqib (capitán).
Sumar le mandó recado para que viniese a Murcia, sin revelarle el paradero de Shara; y, con el beneplácito de su rey rondeño, Abu Nur Hilal ben Abi Qurra, el joven capitán se presentó al gobernador. Éste le recibió y le dijo que había conocido de sus valores militares y que, si pasaba a su servicio, le haría amir (general) de sus huestes.
-Señor: he de ser fiel a mi rey, pues así lo he jurado. Sólo con su autorización podría pasar a vuestras órdenes y con la condición de que nunca mandaría a mis tropas contra las suyas –contestó el oficial en modo circunspecto. Y admiró tanto aquella fidelidad el gobernador que le hizo saber el verdadero motivo de su llamada: su amada Shara estaba en palacio.
Cuando los jóvenes se vieron, se abrazaron y besaron, disfrutando de su amor, como jamás pensaron que podrían hacerlo. A los pocos días se casaron y entre tanto, el gobernador pidió autorización para que el capitán sirviese en su ejército como general, con las condiciones de no agresión prometidas.
Y fueron felices en la fértil vega murciana hasta sus muertes –terminó de contarme mi pupilo.
¡Qué cercano y qué lejano Alquipir! –pensé yo antes de ir a la cama.
(Continuará…)
(Foto: restos de la muralla de la fortaleza del Alquipir, Cehegín. Murcia turística digital).
Gregorio L. Piñero