La opinión del otro
Por lo general, los humanos solemos mentirnos. Y esto a menudo se achaca al hecho de que una verdad puede ser inadecuada, dañina para el otro, según en qué contexto y en determinadas circunstancias; por supuesto, añadimos que la verdad siempre es una cosa subjetiva, algo con el escaso y dudoso valor de una simple opinión particular. Claro. El mundo está lleno de opiniones particulares, de cosas que dice un individuo sobre algo y en nombre propio. ¿Cómo podría decirlo en nombre de otro, a no ser que mienta porque se ha impostado en ese otro? De hecho, lo único que debe ponernos en guardia es precisamente esa impostura: alguien que utiliza las palabras de un otro para dar su opinión sobre ti. A eso, yo le llamo pereza. Utilizar la cita para enjuiciar a un ser particular que solo tú conoces, y no el autor del cual te sirves, es ser un perezoso. Hay que ser original, y lo original nos remite al origen de las palabras del que enjuicia, o sea, de su opinión individual e intransferible.
Según esto, la opinión, así de entrada, no tiene por qué llevar aparejada la rémora del prejuicio que nos hace sospechar acerca de su validez como herramienta de verdad. La opinión de otro, nos acerca, tan solo, al conocimiento de ese otro. ¿Qué problema hay en que alguien nos de su opinión? ¿No será que tenemos miedo de nuestras propias capacidades para, simplemente, poder contrastar lo que nos dice con lo que nosotros pensamos? ¿No será que ese miedo de nuestra propia incomprensión ante sus palabras nos hace rechazarlas de antemano y con carácter general?
Si uno confía en sí mismo, no hay razón para desconfiar de los demás. Y es entonces, en esa seguridad de nuestras propias capacidades, cuando uno se abre, dócilmente, sin prejuicio, a la opinión de otra persona. Entre otras cosas, porque tenemos la capacidad analítica de enjuiciar su opinión, y ver si ésta carece o no de algo fundamental e innegociable que debe tener toda opinión: su componente ético. Saber si lo que dice, lo dice para desvelar una verdad que no vemos, o, por el contrario, para oscurecerla aún más y dañarnos en ese callejón oscuro donde se cometen los crímenes más horrendos: aquellos que se cometen a escondidas y de los cuales se pretende salir impune.
Una de las experiencias intelectuales más satisfactorias que uno puede tener en la vida, es tener la evidencia palpable de que otra persona tiene razón. En esa conciencia de la razón del otro se encuentra el momento ético de la razón universal, y, por tanto, de la verdad. Es la verdad que se hace palpable en ti desde el otro, aunque sea en sentido negativo: alguien te ha hecho consciente de tu equivocación, de un error que por ti mismo no hubieras podido desvelar, pero que, justo en el momento de ser desvelado, tu razón asimila, no como la verdad del otro, ni siquiera como la tuya, sino como la verdad a secas.
Emilio Aparicio