La mina de plata. Por Gregorio L. Piñero. Cuentos estivales.

Cuentos estivales (VII).

La mina de plata.

 

 

-Aquí, en Burete, hubo una mina de plata muy rica. –Dijo el tío Bartolo que, como hacía noche de luna llena, se había acercado con parte de su familia desde su cortijo hasta el de Villa Maravillas (que es como se llamaba el de los abuelos de mi pupilo).

 

 

            En las noches de plenilunio, aquellos vecinos se trasladaban de unos cortijos a otros por sendas caballares, de estrecho paso, para poder hacer vida social y tomar el fresco, echando un cigarro de picadura.

 

 

            -¿Papa, y dónde está? –Le preguntó su hijo Juanico, ávidamente interesado.

 

 

            -No lo sabemos con exactitud. Se dice que está cerca de la fuente de Burete, no muy lejos de ella, pero ya no quedan rastros de la mina. El bosque y la maleza la tienen oculta.

 

 

            -Aunque como las referencias son muy antiguas –dijo el tío Sebastián- a saber en qué tierras estará.

 

 

            El tío Bartolo era un hombre algo menor que el tío Sebastián, pero sus aspectos eran muy semejantes. Enjutos y tallados por el esfuerzo exhaustivo de sus trabajos a la intemperie, de sol a sol, desprendía un aura de sabiduría, ejemplo y sacrificio.

            -Si estuviese en las nuestras -dijo la Marianica- nos haríamos ricos.

 

 

            -Puede ser, dijo el tío Bartolo. Pero mejor que no la encontremos. Tiene una triste historia aparejada.

 

 

            Hace mucho tiempo –continuó-, la explotaban dos hermanos. La redescubrieron después de que fuese abandonada. Se pasaban día y noche picando en sus entrañas para extraer la plata. El producto, lo iban dejando en un cobertizo cercano camuflado, hasta que lo llevaban en mulos y carros al pueblo, repartiéndose las ganancias por mitad.

 

 

            Nadie, excepto ellos, sabía de su ubicación exacta. Por tanto, no temían ningún robo. Extremaban sus precauciones, para que no se les siguiese y se conociera la situación del lugar. Se turnaban cada noche para vigilar el cobertizo de depósito.

 

 

            Por aquel tiempo, un malhechor de más allá de Lorca, se echó al monte, convirtiéndose en salteador de caminos y se refugió por la Sierra de Burete. Un día observó a los hermanos sacar con unas mulas las cargas de mineral, y los estuvo esperando al día siguiente hasta que, pese a sus camuflajes, los vio dirigirse hacia la mina.

 

 

            Se introdujo cautelosamente en la zona boscosa y descubrió el cobertizo. A partir de entonces, todos los días, mientras ellos trabajaban, sigilosamente se llevaba una alforja de mineral.

 

 

            Al principio no notaron la merma, pero un día enfermó uno de los hermanos, de modo que sólo podía venir a la mina el otro y aunque se esforzaba en extraer más plata, no alcanzaba la cantidad que los dos conseguían, mas como el ladrón se llevaba la misma alforja llena, sí que pudo apreciar la disminución del depósito. Entonces, el hermano sano pensó que su otro hermano lo estaba engañando, fingiendo la enfermedad y sisando plata del depósito. Sólo él, y no otro, podría saber dónde estaba. Así que enfureció y fue en búsqueda del enfermo que ya se encontraba casi recuperado. Le acusó de robar el material extraído a hurtadillas para su provecho escudándose en una falsa enfermedad. Discutieron y llegó la violencia hasta tal extremo que se retaron a navaja, matándose el uno al otro.

 

 

            El rufián, se extrañó de que no regresaren los hermanos, pero lo cierto es que una vez que vació el cobertizo, no pudo hacerse con más, pues no sabía dónde estaba la entrada de la mina, que permanecía oculta y enmascarada.

 

 

            Así que se marchó hacia otras tierras, con tan mala fortuna que fue reconocido en una venta y detenido por la Santa Hermandad y ajusticiado. La cantidad de mineral de plata que le encontraron, que estaba sin lavar ni tratar, se la quedó el Rey.

 

 

            En el pueblo (que no se sabía lo del ladrón) se consideró que era una mina maldita, probablemente por algún conjuro de cuando los moros, pues sólo una maldición podía llevar a que dos hermanos que tanto se ayudaban, se matasen.

 

 

            Y ya nadie se interesó por la mina, que desde entonces, no se sabe dónde puede estar situada. Y, en verdad –terminó el tío Bartolo- por si fuese cierto lo de la maldición, mejor no buscarla.

 

 

            Dice mi pupilo que en aquellos zagales se quedó una sensación contradictoria: el deseo de poder ser uno de ellos un nuevo descubridor de la mina y el temor por la maldición.

 

 

            Por eso, al día siguiente, nada comentaron en sus juegos, como sí hacían con otras historias. Mejor olvidar a la mina tragada por el bosque.

            (Continuará…)

            (Foto: arroyo de Burete)

Gregorio L. Piñero

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