La clase.
Es verdad que hay personas que con su única presencia llenan el espacio que habitan, porque si se fijan en ellas, hacen lo que muchas pasan por alto: tienen una forma única de saber estar, evitan el protagonismo y sobre todo…escuchan. Escuchan porque hablan lo justo y medido (Aristóteles defendía que la virtud está en la justa medida), porque cuando hablan, no me digan cómo, lo hacen simplemente con silencios. Estas personas dominan el poder y el arte de la buena conversación; y cuando apenas pronuncian dos o cuatro palabras, lo hacen como si fueran tocadas por el Dios de la Elegancia.
Tener CLASE o lo que entendemos por ella (al menos la clase a la que me estoy refiriendo aquí) no es una cuestión de gustos. Permítanme que diga que tampoco se trata de algo que tenga que ver con la cuna ni con el dinero contante y sonante en la cuenta corriente, aunque me esté ganando a pulso algunos detractores que salgan en mi contra aludiendo que, como todo en la vida, también se vende o se compra. No tendré más remedio que salir entonces en mi defensa argumentando, muy convencida, que es una cuestión de sencillez, saber estar y naturalidad. Y para muestra un botón. Y si no, vean la imagen de una Nuria Espert, atenta y tranquila, escuchando en la entrega de los Premios Princesa de Asturias del año 2016 en la que le fue otorgado el Premio de las Artes, el discurso de su Majestad el Rey. Por cierto, algo nimio, quizá pero que viene al hilo: aquel día, nuestra actriz de Teatro apenas llevaba pendientes, algo que se dejaba fácilmente entrever de su blanca, elegante y cuidada melena blanca. Sí que vestía un sencillo jersey rosa nudé de cuello vuelto que todas podríamos encontrar como prenda básica en las perchas de cualquier tienda.
El exceso, la exageración o la estridencia, distan mucho de lo que significa ser una persona con clase, en el más amplio sentido del término, cuestión no baladí, de la que algunas mujeres parecen no haberse dado cuenta. La Elegancia por sí misma, está muy alejada de la magnificencia del boato, de las estridencias, de los vestidos pomposos y exagerados. Tener o no tener esta virtud, está mucho más relacionado con algo que nuestros vecinos franceses, siempre tan exquisitos y refinados ellos, llaman “le charme”. El encanto no es otra cosa que un estado natural y armónico del ser, naturalidad que no la da únicamente un vestido de gala o un traje de chaqué. Sí, en cambio, una agradable sonrisa a tiempo, una forma angelical de gesticular con las manos o de moverse y de hablar, un poso que sólo saben dejar la discreción y el tacto, en suma… una personalidad propia y única, una manera de ser y de estar con los Otros. Puedo, llegado el caso, tirando de mi lista de mujeres admiradas, mencionar a Luz Casal o a Ana Belén. Alguien a quien admiro y sigo, lo confieso, desde hace tiempo, es a la aristócrata italiana Beatrice Borromeo pero tampoco me tengo que ir a lo más granado y exclusivo de la alta sociedad monegasca, primero porque directamente no avalaría mi pronunciada tesis sobre “elegancia versus sencillez” y segundo: me chifla distinguir la clase de entre las mujeres de a pie que pasan por mi lado en la calle, y que a fin de cuentas, sí, mujeres, las de a pie, ya sea con clase o sin ella, poblamos en mayoría este mundo.
Sabio y cierto el dicho aquel que dicen los entendidos en Moda y los no tanto. De hecho, mi madre me lo recalcaba. “Niña, en la vida aplica el cuento de menos es más. Y nunca te equivocas”.
USUE MENDAZA