La boquera. Por Gregorio L. Piñero. Cuentos estivales

Cuentos estivales (XLIV)

 

LA BOQUERA

 

La boquera.

      Cada cierto período de días, por la boquera de la esquina de la casa transcurría un agua cristalina y fresca. -Comentó mi pupilo.

      -Y para los niños -continuó- era motivo de mucha alegría, pues aprovechábamos su caudal para bañarnos en ella.

      La boquera, era una acequia menor, de tierra, que en su punto de mayor profundidad, tendría unos treinta centímetros y una anchura de unos sesenta centímetros, de orilla a orilla. Era necesario tomar los baños sentados en su interior y distanciarse entre zagal y zagal, para impedir que el anterior desviase con su cuerpo el agua y no le llegase al posterior. El frescor del lugar, a la sombra de unas higueras impresionantes, completaba el momento inolvidable.

      Calzaban los niños unas sandalias de plástico con hebilla metálica, que les protegía de cualquier chinarro que pudiese estar en el fondo y pasaban la mañana chapoteando en aquellas frescas aguas y, como no había profundidad, unas veces se tumbaban cara a la corriente y otras de espalda a ella.

      Mientras se bañaban, ideaban nuevas actividades y aventuras, como la de hacer con el barro burdas piezas de alfarería, como cuencos o vasos pequeños o diminutos panes, que se dejaban secar. Con ello, se ponían de barro hasta las cejas. O la de ir por la tarde hasta la vaquería de Rivera, a unos ciento cincuenta metros hacia San Pedro.

      Dice mi pupilo que nunca había visto una vaca de cerca hasta aquella ocasión. Habrían 9 ó 10 vacas, que suministraban abundante leche.

      Aquella tarde, después de merendar -me contó mi pupilo- aprovechando que Bienvenida necesitaba leche, se fue hasta la vaquería acompañando a sus hijos José Antonio y Santiaguico.

      Y en ella, les enseñaron las instalaciones y cómo se ordeñaban las vacas, a las que pudieron observar de cerca. A mi pupilo le pareció que aquellas vacas blancas con manchas negras eran enormes. Y conoció a la hija de los dueños del establecimiento de semejante edad y, desde entonces, fue una amiga más en sus juegos y aventuras.

      -¡Y vamos a tratar de ver las perseidas esta noche, Cholo! Como cuando niños. -Me dijo.

      Y apagó las luces y se acomodó en una hamaca en la terraza. Yo me acosté a su lado en el suelo y… nos quedamos dormidos los dos.

      (Continuará).

Gregorio L. Piñero

  Foto: niños en una boquera de la huerta.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *