EL PAN Y LA SAL. Por Anita Noire

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EL PAN Y LA SAL

  Tacho los días pasados. No sabría decir si son muchos o pocos. El tiempo, como casi todo, también es relativo. Un día puede ser un microsegundo vital mientras y ese nanosegundo que te arranca la vida parece durar un año entero. Veo la luz de sol en escorzo que es tanto como decir que apenas veo llegar algún que otro rayo que se escapa en estos días de invierno. Contesto algunos mensajes, dejo pasar las llamadas. Hablar me cansa. Aprovecha para leer, aprovecha para escribir, aprovecha para estudiar, aprovecha para ir adelantando. El aprovechamiento como comodín a la interrupción de la vida corriente me aburre, pero me lo callo y lo dejo pasar porque el “aprovecha” me da mil patadas. Voy hasta la cocina y tardo algo menos que en hacer la San Silvestre vallecana, que no es poca cosa. Coloco una cápsula y me pido, “aprovechando” la cosa, que el café sea larguito y con un poco de espuma. Me obedezco mucho y bien. Aprovecho para comerme un par de galletas de canela mientras contesto a un WhatsApp con muchas palmaditas y un emoticono de sombrerito y matasuegras. El gran bluf de los emoticonos llegó para quedarse y ahora todo puede resumirse con caritas y muñecotes. El horror confirmatorio de lo cutre que somos. Debería  para algo, no sé el qué, así que no lo hago y pierdo el tiempo escuchando el murmullo de la tubería que parece quejarse tanto como yo cuando el repartidor de Amazon me deja un paquete para el vecino que ha decidido que mi casa es su central de entregas. Alguien debería regar las plantas, porque, aunque sea invierto, las benditas también tienen derecho al agua y al abono.

 

Anita Noire

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