EL OCASO DE UN DIOS MENOR
El hombre actual se siente dueño de sí mismo, basándolo todo en la razón. A ello contribuye la Ilustración, que trajo consigo el culto al antropocentrismo y la fe en la ciencia, con lo cual el hombre se distancia, cuando no renuncia al teocentrismo. A lo sumo, necesita meter el dedo en la llaga para creer.
Vivimos muy deprisa, y tal vez por eso, quizá también por el miedo que nos produce preferimos no pensar en la muerte, contemplándola como algo lejano. Y, no obstante, cuando la dama que viste de negro golpea en la puerta de alguien cercano, percibimos que, aunque no sabemos cuándo, como nacidos de mujer somos igualmente deudores con ella. No se trata de recrear morbosamente la idea de que la vida tiene un tiempo, sino más bien de entender el sentido que puede tener algo tan relacionado con la vida.
El estoicismo la veía como parte de la vida, y sobre todo en estar preparados para asumirla, Séneca nos dice que se nos da la vida con la condición de la muerte (esto nos deja a la puerta de descorrer el velo del para qué se nos da). Epicteto, por su parte arguye en El inquiridón que se la debe considerar para alejarse de lo abyecto (da lugar a la ética). Aristóteles enseñaba a sus discípulos que se trata del momento en el que el alma se libera del cuerpo (nótese que se abre al mundo de la trascendencia). Finalmente, Platón sostiene que el alma es el verdadero “yo” del hombre, y cuando fallece emigra al “más allá” (concepto de lo trascendente) Como puede verse, en la antigüedad se tenía una percepción distinta por la sabiduría.
Nos cuesta trabajo asumir que la vida es finita. Y el hombre lo sabe, aunque parece ignorarlo. Es como el avestruz que esconde la cabeza entre las alas para no ver la fiera que va a devorarla. ¡Cómo si eso pudiera evitarlo! La vida es un crescendo que camina hacia el ocaso. Bueno sería preguntarnos si ese ocaso tiene amanecer o noche eterna.
Cuando se posee el vigor de la juventud no se tiene en cuenta casi nada o nada. Todo es como girar en el propio torbellino del momento, sin pensar más allá del mismo. Se sabe, sí, que la carrera se ha iniciado y antes o después habrá de llegarse a la meta y poner punto y final a la vida. Pero eso, mejor no pensarlo. Es un horizonte que tratamos de ignorarlo, o cuando menos, postdatarlo.
Mas, cuando los años pasan, cuando se agota la juventud, entonces, la idea se va metiendo en el tuétano hasta convertirse en un limbo negruzco que en cualquier momento puede descargar sobre el hombre. Y es entonces, cuando se trata de responder a esa tormenta que amenaza el deseo de vivir, y el hombre, lo quiera o no, ha de responderse. Preguntas, tales como ¿qué sentido tiene mi vida?…
Malo es enfrentarse con el fin desde la frontera entre la vida y la muerte, en el momento en que habremos de situarnos en el filo de la navaja. Para ver algo es necesario separarse del espejo y buscar la distancia adecuada para no empequeñecer la figura, o por el contrario emborronarla. Aquí, lo que es importa es alejar ese pensamiento del mañana y buscar la respuesta en el hoy. Afrontarlo con tiempo y serenidad. Por eso, párate un momento, lector. Haz eso que tal vez no hayas hecho desde tiempo ha, que es reflexionar sin estar entre la espada y la pared. Anticípate a lo que se plantará en tu testa como temor y piénsalo como una posibilidad de razonable confianza.
Traigamos aquí aquellos versos de Jorge Manrique con motivo de la muerte de su padre.
«Recuerde el alma dormida/ Avive el seso y despierte/ Contemplando cómo se pasa la vida/
Cómo se viene la muerte.»
Cronos devora antes o después a sus propios hijos sin otra esperanza que entregarlos a la corrupción. Pero eso no se piensa, aunque bien se haría en meditar el epitafio de aquella tumba perdida en la necrópolis: “Tú serás mañana lo que yo soy hoy”
Es ese instante en el que todos han de dejarte solo (el mundo, las pasiones, la familia e incluso las propias ideas) y habrás de enfrentarse con tu “yo” más auténtico, hasta “despelotarte”. Es el preciso momento en el que tu fin se hace presente, cediendo la materia y abriéndose el ánima. Y angostada por las sombras de tu peregrinar, en tu desnudez adviertes que estás completamente aislado. Materialidad imposible que requiere el salto a la credulidad absoluta, cuya única salida es la aceptación del Misterio al que tal vez invoques sin obtener una respuesta precisa. ¿Y cómo explicarte ese dejar-de-ser, desbordado y angustiado por la negrura de la noche eterna que se cierne sobre ti, presintiendo los dedos incorpóreos que se aprestan a arrebatarte lo más auténtico y preciado de ti, que es el “yo”? Esa tiniebla aguarda a todos sin excepción, seas creyente o escéptico
La pregunta sería algo así como esto: ¿Considera el hombre su muerte como la extinción definitiva del “yo”, o por el contrario desearía tener respuesta a ese interrogante vital?
Si su voluntad bascula a lo primero es que ha optado por renunciar a la esperanza y creer en la nada― ¡su propia nada! ― y entonces, toda su vida ha de constituirse en un sinsentido. Si por lo segundo, entonces necesita creer en Dios.
El hombre precisa responder acerca de quién es realmente, y para ello mirar su propio sentido de humanidad. Pero, los humanismos son algo chatos, pues responden a las necesidades materiales. Y, siendo el hombre materia, pero también espíritu, para entenderlo requiere que el humanismo en el que se apoya sea también trascendente. Buscar aquí abajo el sentido de para qué es la vida. Una vez lo ha comprendido, se sentirá retado a compartir su “yo” con el “tú” y el “vosotros”, y al mismo tiempo procurar entender que la vida se convierte en una razón estéril sin tener una esperanza, y esa confianza ha de ser cómplice de la trascendencia. Esto es, contemplar “más allá” de lo que le muestran sus sentidos.
Sin lo divino el hombre no puede responderse por el fin de vivirse; ni siquiera por entender hasta donde debe acercarse al otro, viniendo a morir en su propio orgullo. Sólo el dios humanizado del cristianismo le puede dar la razón en la medida de su necesidad de inmortalidad y de conducirse por la vida. Lo demás, es el ocaso de un dios menor, a lo que llega a creerse el hombre cuando camina por el desierto de la vida sin esperanza.
Ángel Medina