El cielo me llama.
El cielo me lllama. Subo las escaleras de la azotea, abro la puerta y allí está él, suspendido sobre las casas y el pantano, sobre los montes circundantes, como una inmensa nave nodriza recién llegada de la guerra de las galaxias, flotando sobre la maldad y el miedo de los seres humanos, apuntando con su ojo de verde magnetismo concentrado hacia mi mirada atónita, ronroneando como un gato satisfecho o rugiendo como un Allien agazapado tras un agujero negro, porque este cielo oscila, tiembla y se balancea, cambia de humor rápidamente, puede engullir estrellas y lánguidos planetas desfallecientes o mecer con ternura a las lunas de Saturno, acunarlas en el el seno de sus calientes campos gravitatorios, besarlas en la frente como un padre que se despide de sus hijas antes de partir a la batalla. Alejandro Magno asoma a veces entre las negras nubes aguerridas de este cielo.
Y miro hacia lo alto doblando el cuello, un escorzo en el que naufrago junto a mi maltrecho bulbo raquídeo, accidente vascular flotante perdiendo el norte en este cielo, bocabajo Saturno y la escandalosa Venus bailando entre mis ojos como loca lentejuela que escapa de las leyes de Newton, que se echa al monte y subvierte el horizonte y me cuenta en un susurro que en el fondo, muy en el fondo, ella siempre quiso pasar desapercibida, habitar en lo más recónditos confines de la galaxia, allí donde vagan sombras perfiladas de olvido, junto a Marilyn y Greta y Lauren y Katherine. Bogart queda más arriba, sentado junto a Hemingway en un anillo de Saturno.
Parecen ausentes y felices de estar muertos, lejos de Casablanca y del Caribe, perdidos en el cielo.
Máximo González Granados