Dulcinea y el Caballero Dormido.
Una mujer manchega, llegada a los arrabales de la senectud, recuerda cómo el azar la convirtió años atrás en un nombre imborrable de nuestra cultura gracias a que un conocidísimo hidalgo, Alonso Quijano, la transformase en dama de sus pensamientos (“Pienso en lo afortunada que fui, pues entre todas las mujeres del mundo me eligió a mí”). En su juventud, recuerda ahora, fue amiga de Antonia, la sobrina del hidalgo; y por ella conoció los desvaríos del enjuto anciano. Y por ella visitó la casa, donde el más célebre de los caballeros del mundo la vio por primera vez y quedó encandilado con sus rasgos.
Ahora, recuerda de vez en cuando ante unos niños del pueblo las escenas más curiosas de aquella novela “extraña, cruel y llena de pesadumbre”, que la hizo famosa. Y nos explica a los lectores que, de un modo que nosotros ignoramos, alcanzó a ver en una segunda ocasión a don Quijote, aunque el escritor arábigo que puso en letras de molde las aventuras del caballero prefirió omitir por razones desconocidas el episodio. ¿Cuándo se produjo aquel segundo e invisible encuentro entre ambos? ¿Cuáles fueron las circunstancias en que aconteció? La anciana Aldonza Lorenzo, la sin par Dulcinea del Toboso, nos lo explica con detalle en las páginas finales de este libro. Pero yo, como es natural, no cometeré la indiscreción de revelarlo.
Permítanme, eso sí, que les copie un párrafo inigualable de esta novela, que revela la exquisitez de su autor. Refiriéndose al hidalgo, Dulcinea asegura: “Nadie continuó mejor que él la obra de Dios. Pues lo que quiere Dios es que juguemos con las cosas, como hacen los niños. Y eso era lo que hacía el caballero; como le pasó al buen Jesús cuando transformó el agua en vino, o se puso a andar sobre las aguas, que no se puede decir que estas acciones sirvieran para mucho, y que más parecían surgir del gusto de hacerlas que por querer demostrar al mundo que tenía una misión que cumplir. ¿Y saben por qué jugamos? Jugamos por miedo. Miedo a la soledad, a los pasillos interminables, a la muerte que antes o después vendrá a llevarnos a su reino de oscuridad. Pero también porque sí, sin ninguna razón, porque existe la gracia en el mundo”.
Se llama Gustavo Martín Garzo y es un narrador absolutamente maravilloso, que aquí nos entrega una delicada novelita, que emociona por igual a jóvenes y no tan jóvenes, haciendo que la anciana Dulcinea se convierta no solamente en testigo privilegiado de las aventuras de don Quijote, sino en cronista emocionada y tierna de la melancólica languidez que asaltó en sus últimos días al héroe derrotado e incomprendido.
Rubén Castillo