Dios, Patria, Barro y Sangre.
El día 10 de octubre de 1830, nacería, fruto del cuarto matrimonio de Fernando VII con María Cristina de Borbón, la princesa Isabel. Hecho que motivo al Rey, desde meses antes del alumbramiento, a pensar el modo de alterar el derecho sucesorio del trono a fin de asegurar su linaje en la corona real. Lo que dio lugar a una polarización entre los sectores opuestos de la clase política que se tradujo en virulentas luchas cortesanas, rivalidades, empero, que apenas trascendían fuera de palacio y de los círculos para “iniciados” de la Corte y Provincias.
Los sucesos de La Granja, en 1832, vinieron a constituir el punto culminante del enfrentamiento político. El rey restableció la Pragmática Sanción, de 29 de marzo de 1830, anulada durante el proceso de su posterior enfermedad, y proclamó regente a María Cristina. También efectuó importantes cambios en la cúpula militar. Todas estas medidas, a los ojos de los opositores, venían a constituir como un auténtico golpe de estado efectuado desde el mismo centro del poder.
Fue a partir de entonces cuando el movimiento carlista pareció imparable. Pero al mismo tiempo, la voluntad del gobierno, en connivencia con la Regente, propiciaron el establecimiento de un régimen que, si no puramente liberal, creaba los cimientos para que tal régimen prendiera en el próximo reinado de la heredera directa.
El amanecer del 29 de septiembre de 1833 despuntó con muy negros nubarrones cubriendo los tejados del Real Palacio de La Granja, quizá como preludio de lo que acontecía en su interior, pues tendido en su lecho real, don Fernando VII, agonizaba sin solución. Y si negro se mostraba el óbito, mucho más negro se presentaba el futuro del reino, dividido tras el súbito desheredamiento del infante don Carlos, algo que el tradicionalismo castellano se negaba a aceptar, cuestionando, no sin fundamento, la legalidad de la Pragmática.
Así, pues, la nueva generación dinástica iba a iniciarse con una guerra civil; una guerra larga y virulenta que llevaba fraguándose desde atrás, pues no en vano el reino, fruto de la absolutista gestión de Fernando VII, se encontraba, política, social e ideológicamente dividido. Por un lado, los realistas, fieles a los valores del absolutismo y de las más rancias tradiciones; por otro, los liberales, valedores de los nuevos valores y las más actuales doctrinas políticas que se imponían por Europa.
El día 1 de octubre de 1833, comenzaría un conflicto civil —Guerras Carlistas— que, si bien en su primera fase se extendería durante siete años, en realidad traería en jaque a este país durante setenta años más, sembrando el territorio patrio de una furia imparable de odio, muerte y destrucción.
Y esta pretende ser la historia novelada de algunos de sus hechos. Precisamente aquellos que sucedieron en un territorio tradicionalmente pacífico y conservador, cuál era la provincia manchega: un solar atrasado y netamente rural, donde subsistía una pequeña élite campesina, propietaria e independiente, arraigada en las tradiciones y en el sentido de la dignidad alcanzado por esa sensibilidad histórica de considerarse “villanos libres”, hombres libres y dignos devotos de los valores religiosos ancestrales, que repudiaban con horror cualquier atisbo de subversión y deslealtad a los privilegios que les decantaba su posición.
Son, pues, sucesos históricos de atrocidad, barbarie, odio y resentimientos, maquillados bajo los grandes principios de Dios, patria y honor. Principios que en realidad solo escondían tras de ellos, barro y sangre, al menos para aquellos que tuvieron que luchar y morir, aun cuando nada sabían del supuesto “honor” de luchar por éstos.
Y es que esta ha sido la recurrente realidad de todas las guerras que en el mundo han sido y serán.
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Experimentar con las formas narrativas es un juego que suele entusiasmar a cualquier escritor. Aunque también puede ser una solución cuando la iniciativa creadora se encuentra en una especie de dique seco que impide navegar. Algo que ocurre con mucha frecuencia en realidad.
Porque escribir novela no es cosa fácil. Lo que nos lleva a apostillar que escribir novelas sin interrupción puede suponer casi un suicidio literario para el autor. Porque los recursos y la creatividad tienen límites, y estos no se encuentran inmunes al cansancio del esfuerzo continuado: son esos momentos paralizantes en los que ya no sabes cómo continuar, y en los que lo único que te queda es el esfuerzo de investigación: páginas y páginas de lecturas, centenares de notas, citas, frases sueltas, que luego encontrarán su engranaje con la llegada del inspirado momento creador. Así, pues, lo difícil no es escribir; lo difícil es ponerse a escribir todos los días, se tengan ganas o no.
Por eso, cuando inicié Dios, patria, barro y sangre, pese a tener clara la idea y el objetivo que quería escribir, la inspiración no llegaba. Me refugié entonces en los hechos históricos, en las notas y apuntes que releía una y otra vez. Hasta que descubrí que sobre este tema ya había escrito. Y mucho, además. Así que, ¿por qué no retomar aquellas dispersas narraciones para intentar hacerlas encajar en una obra mayor?
Fue así como surgió esta especie de mosaico narrativo; diversas teselas literarias unidas por la argamasa de una heterodoxia atrevida e informal: un juego y un reto que no sabía si lograría acabar; y mucho menos cuál sería su resultado final.
Así que la clave estaba en encontrar esa “argamasa”, el hilo conductor que aglutinara la obra. Don Bernabé Tierno de Santillana, personaje narrador, fue el feliz hallazgo que resolvió la cuestión.
Dios, patria, barro y sangre pretende, pues, encuadrarse en el género de la novela histórica. Para ello he procurado seguir las reglas básicas; ser fiel a la historia aún con un entramado que en parte configura una ficción. Me he documentado mucho, he disfrutado, y he aprendido cosas en el proceso. En lo fundamental, que no hay verdades objetivas, y que las historias que conocemos, en realidad siempre estarán deformadas por el color del enfoque con el que nos han sido transmitidas. Lo que nos lleva a una única conclusión: que la vida social y en común es cosa de tolerancias; que nada hay más difícil que ser tolerante, y que cuando se quieren las cosas, siempre se encuentra el tiempo y el momento para poderlas realizar.
Mariano Velasco Lizcano