Desarmar, descolocar.
Veo una viñeta genial y esclarecedora para entender las posturas —incluso imposturas— absurdas y obstinadas que tenemos a veces los humanos: a ambos lados de un número puesto en el suelo hay dos polemistas que no se apean del burro. Uno defiende que es un seis y, evidentemente, es un seis. El otro afirma que es un nueve y, por supuesto, un seis al revés, es un nueve. No mueve a la risa, sino a la reflexión. Es la toma de consciencia visual de cuántas veces discutimos con alguien absolutamente seguros de llevar la razón porque todos nuestros sentidos nos están enviando la señal de que lo que estamos viendo es, a todas luces, un seis. Y, sin embargo, a nuestro interlocutor le ocurre lo mismo, sabedor de que le asiste la certeza al asegurar que es un nueve. 0 y de que solo es cuestión del punto en donde nos situemos para que la realidad cambie.
Pero claro, la cuestión no es tan fácil de dilucidar, porque el cuerpo, ante un cabreo de narices cuando pensamos o estamos seguros de razonar con fundamento, nos pide sacar a paseo la ira, una reacción espontánea, pero muy dañina para los intereses particulares una vez que haya pasado la ervescencia.
Sobradamente se nos recomienda, desde el cariño o desde la psicología, no hacer ni decir nada cuando andamos más revolucionados que una gaseosa agitada, pero siempre venimos a caer justo en lo contrario y soltamos por esa boquita, que debería quedar muda ante la ira, lo que sentimos en esos momentos, que, por otra parte, puede que no sea lo que realmente experimentamos por esa persona cuando estamos calmados. La cosa se agrava cuando el interlocutor no es alguien cercano que nos ame, sino un compañero de trabajo, un jefe, o un adversario político. Podría decirse que es la manera más rápida y directa de crearte enemigos que pueden perjudicarte seriamente la carrera profesional o la salud. O, peor, ambas.
Algún psicólogo avezado aconseja, no sin sentido, que la mejor forma de detener cualquier situación de acaloro u hostigamiento es darle la razón al otro, concederle que para ti la perra gorda. Al parecer, es la manera más fulminante de descolocar al otro y, desde luego, de desarmarlo. Entre otras cosas porque ni lo espera ni se había preparado mentalmente para ello.
Y, es posible, que como estrategia para apagar un fuego repentino y voraz pueda servir, pero qué me dicen del panorama de fuego lento y devastador que llevamos sufriendo los españoles desde hace meses y meses y meses con las disputas de nuestros ínclitos políticos en las cuales ninguno de ellos muestra la más leve predisposición a acercar posturas. El Gobierno, quien debería asumir la mayor responsabilidad de lograr acuerdos, muestra una incapacidad absoluta de apetecerlos. Pero cambiar las reglas del juego en mitad del partido no es el mejor atajo para llegar a ellos. Y, desde luego, Ejecutivo y oposición representan fielmente el reflejo de la sociedad crispada y dividida que nos ha caído en suerte (más bien en desgracia) en la actualidad, en donde los individuos, una vez apalancados en una ideología política son incapaces de hacer una autocrítica o de admitir que los líderes —aunque eso de ‘líderes’ vamos a dejarlo aparte— que votaron están actuando de manera contraria a como les prometieron que lo harían cuando buscaban sus votos.
Lograr determinados acuerdos en política debería ser como la elección de papa en la Iglesia católica: encerrar en cónclave (con llave) a quienes han de lograr el consenso y no dejarlos salir de allí hasta que salga la fumata blanca de la alianza. Aunque saltara por la cerradura la sangre de las cuchilladas en los envites. Lograr los acuerdos o morir en el intento.
Entiendo que para los egos dar la razón al otro es una puñalada en los mismísimos higadillos y que, por ende, más que buscar desarmar al otro en un intento de poner tierra por medio y tiempo que permita aclarar un poco las cosas o verlas con algo más de distancia… lo que les ocurre es que les importa pepino y medio desarmar y desalmar a sus ciudadanos con la sinrazón de sus empecinamientos, si eso les sigue otorgando una buena dosis de borrachera de poder y de mando.
Ana Mª Tomás