Me contaste que estabas abandonado, y yo te cobijé en mi regazo, ese que tantas veces añoraste cuando la historia martilleaba tu memoria.
Más tarde te tomé de la mano, y apretaste la mía con tanta fuerza, que aún hoy las marcas de tus dedos no abandonan mis surcos.
Por ti, crucé las nubes y me sentí luz; por ti, bajé al abismo de los pensamientos más abstractos, que tal vez, nunca quise ver con nitidez.
Me abrigó aquella historia, con iras contenidas, con sollozos sin agua, con suspiros sin aire…
Tu mirada me decía una y otra vez, que buscara justicia en tu silencio; y yo, cobarde de mí, arrinconé tu plegaria con mi mudez, y comencé un camino a tu lado, cubriendo las preguntas con el lodo del río, y silenciando voces, con el ruido del agua.
Bajamos muy despacio, ladera abajo, y casi no recuerdo aquél final, trazado por alguien, sin saber destino.
Los senderos se abrían y encontramos guijarros esparcidos con saña, para que nuestro paso se viera truncado una y otra vez.
Corrimos, avanzamos, y cuando los viandantes reparaban en nuestro torpe caminar, una mirada cómplice unía nuestros senderos.
Y seguimos hurgando sobre las historias, con tibias promesas… y los anhelos fustigando nuestros corazones.
Llegó el abismo y tú, en quien la tortura del pasado había hecho mella, supiste defenderte, y te agarraste muy fuerte en esa roca. Y yo, que me sentía atraída por el sombrío presagio del barranco, casi olvido que estás.
Ajustamos las manos, como en aquél entonces, y ya… la atracción de la sima se disipó, en la ladera escarpada de un lugar cualquiera.












