
El agua que inundaba la calle arrastraba innumerables objetos que allí, fuera de su contexto habitual, se tornaban inútiles y extraños. Vio pasar una muñeca anoréxica con la pierna derecha amputada, seguida por una agenda de piel marrón hinchadas sus hojas interiores, a punto de estallar dejando escapar citas y teléfonos por doquier. La silla de plástico serigrafiada con publicidad de una conocida marca de cerveza, se balanceaba peligrosamente, amenazando con abalanzarse contra el primer obstáculo que osara cruzarse en su camino, fue un contendor de basura gris el que detuvo sus inquietudes, dejándola anclada en un rincón de la calle.
El hombre miraba curioso desde la acera, el gorro calado hasta las orejas, abrigo largo y raído, barba de varios días y frío en los huesos, observaba los objetos que pasaban ante él, arrastrados por la sucia corriente. De pronto, uno de ellos llamó su atención, se acercaba más lentamente y su volumen era mucho mayor que los anteriores, cuando estuvo más cerca pudo comprobar que se trataba de un colchón, justo lo que estaba esperando, aunque no era precisamente un último modelo de látex, serviría para sus propósitos. Tomó impulso y saltó sobre él. Ahora el agua formaba surcos alrededor de la masa cuadrada, obstinada aún en arrastrar el conjunto de muelles y goma espuma, pero el peso del hombre se lo impedía.
En ese momento una mujer de mediana edad se detuvo en la acera y observó curiosa la escena. Sin duda se trataba de un mendigo, pensó, que no quería renunciar a su única pertenencia. Mercedes, que así se llamaba, tenía aspecto de señora de las de antes, anclada en los años sesenta, aunque en realidad no era tan mayor. Sus amigas, tan dulces y amables como ella, solían llamarla doña laca, tal era su afición por el untuoso líquido. No podía soportar un mechón fuera de lugar, su peinado impecable lograba mantenerse así hasta en los más adversos días de viento. Su ropa ofrecía el mismo aspecto, almidonada, un poco pasada de moda pero cuidada y bien planchada. En el rostro las arrugas habían dibujado un mapa de acritud, que ni las oligoesferas de su crema hidratante habían logrado suavizar. Allí plantada, con el bolso fuertemente apretado entre sus manos, mirando absorta como se recortaba la figura del vagabundo sobre el colchón, parecía perdida, desorientada. Mientras el resto de la gente caminaba apresurada a su lado, un joven la golpeó ligeramente con el codo al pasar, llevaba el pelo engominado y piercings repartidos por todo el rostro. Mercedes lo miró con desasosiego e incrementó la presión sobre su bolso. Seguir leyendo el cuento, pinchando aquí.
Felisa Moreno Ortega
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