Nada.
Por más que lo intento permanezco fría, como una pescadilla recién arrancada de las aguas.
Mientras, ella se agita, con los párpados a medio cerrar, ocultando unos ojos que ya no están, que miran el interior de su alma muerta.
Nada.
Quiero sentir lástima y no hago sino reírme muy quedo, encerrando la desvergüenza en mi garganta donde la impostura me acaricia con dedos viscosos, como de monstruo centenario.
Nada.
Me hago el firme propósito de amarla y acaba por conquistarme un odio que conozco, que se viste de azul para las ocasiones como éstas, tan funestas, tan celebradas por otros.
Nada.
Ella continúa convulsionándose y yo me agito de impaciencia, mirando todos los relojes ciegos que se detienen en muñecas anchas, como la de ella, y que ahora contemplo con mayor claridad cuando sus brazos intentan dibujar en el aire un abrazo que de inmediato se estrella contra las baldosas sucias del suelo.
Nada.
La miro y me reconozco su enemiga. Y quiero marcharme dejándola sola, con aquella desconocida que la asiste solícita, vestida de médico, y que me dice en silencio: «Qué hija de puta». Sí, eso es exactamente lo que disparan sus ojos claros y calmos.
Nada.
Esbozo una sonrisa que se hiela en mis labios rojos y espero a que la representación finalice.
La boca de ella tiembla, sacudida por todos los episodios terribles de ayer. Parece querer pedirme perdón, pero yo finjo no entender su lenguaje disparatado y la miro extrañada, con el ceño fruncido, encarcelando la cabeza en mis hombros desde donde contemplo la caída del telón.
Nada.
No hay aplausos, ni ramos de flores marchitas.
Ella se incorpora y me mira. Mis ojos rehuyen los suyos y chasqueo la lengua en un intento de quitarle importancia a la vida. Y salimos juntas, y hablamos atropelladamente, cada una encerrada en su propia soledad, dos idiotas participando en un duelo inútil.
Nada.
En el bar más próximo, ella pide un bocadillo.
Yo la observo comer.
Su boca chiquita se abre desmesuradamente para atrapar un trozo de carne que se escapa de un pan blanco, grasiento. Se me antoja de pronto un animal recién parido. Y algo parecido a la ternura comienza a merodear por el interior de mi estómago vacío. La espanto de un manotazo que sin querer acabo de propinar a la mesa. Ella sonríe, dulcemente. Siempre sonríe cuando ingiere carne muerta.
Nada.
No se sacia de nada.
Bebe coca-cola a grandes sorbos, con un brazo en cabestrillo, herida de irracionalidad.
La punta de su zapato roza accidentalmente mi pierna y yo me enervo en el asiento mientras no dejo de mirar el bocadillo abandonado sobre la bandeja. En silencio, me dejo acariciar por el fin que no vendrá.
Nada.
Llegan en tropel mujeres hambrientas que ignoran con exquisitez los lazos que las unen.
Se sientan junto a nosotras. Ella las reconoce. Lucen brazos en cabestrillo y abren sus bocas chiquitas en presencia de unas hijas que nunca están.
Nada.
Hurgo en mis bolsillos y no hallo más que un abismo en billetes de cinco.
Los deposito sobre la mesa y ella los plancha con sus manos amplias, de campo estéril. Después saca de su cartera un fajo que me extiende a escondidas, con la complicidad de una asesina. Yo me dejo matar de indiferencia.
Un ruido salido de dentro zumba en mis oídos insistentemente. Es la voz callada de la mujer solícita vestida de médico que repite como en un credo «Qué hija de puta».
Ángeles Morales
Nada. Nada que decir salvo que me ha encantado. Sin hipocresías, literatura valiente y sacando pecho. No todos nos atrevemos a decir lo que sentimos realmente de las personas allegadas (y más cuando es una madre).
Espero pronto un nuevo relato.
¿Para cuándo otro relato?
No te demores.
me ha gustado Angeles, crudeza vestida de frialdad… una convinación muy buena, sobre todo cuando se sabe medir.
Cris Flantains