En algún minuto perdió la cabeza, por eso ahora no le importa perder la cartera, la billetera, algunos pesos o hasta la chaqueta, los zapatos…
Un niño de cuarto básico le pregunta si tiene «Ventanas» de Poldy Bird, ella responde que a su edad deberían leer cosas más inteligentes, pero que está en el segundo estante a la derecha, debajo de «Obras Completas» de Eduardo Barrios, el cual ha luchado por mantener aunque ya nadie sepa ni que existe.
El niño sale por la puerta que da al patiecito y se pone a leer contento y orgulloso.
«¿Será gay?», se pregunta la Señora de la Biblioteca.
Continúa mirando de qué manera el niño se divierte con el librito y no se imagina cómo pudo cambiar tanto la educación. En cuarto básico, ella, por su cuenta, leía El Quijote. Sus compañeras se entretenían con lo mismo o leían novelas de amor.
E ntra Jacinta, quien se hace llamar Ayudante de la Señora de la Biblioteca, doradita por el sol del fin de semana. La Señora de la biblioteca le pregunta cómo lo pasó con sus compañeros en el campo y la niña le cuenta durante los veinte minutos del recreo todo lo que pasó ese día. Al sonar el timbre, Jacinta parte corriendo y la Señora de la Biblioteca le recuerda que en el próximo recreo le cuente cómo le fue el fin de semana.
«¡Pero si ya le conté, tía!» Responde la niña, ignorando que la Señora de la Biblioteca olvida inmediatamente lo que se le ha dicho. Probablemente, ni lo escuche…
Revisa su correo electrónoico y se encuentra con un montón de «cadenas» que en el asunto ponen «no romper». No rompe ninguna, nunca, obediente a cada mensaje, responde y reenvía como se ordena.
Entra el profesor con el sexto y preparan el «data show» para la disertación de Felipe y Tomás. Al final, los niños obtienen un c inco; la Señora de la Biblioteca les habría regalado un tres coma cinco. «Mediocre», piensa ella, en su época, con nada de tecnología, lo habrían hecho mucho mejor. En la época de sus hijos, con diapositivas, que era lo máximo en modernidad, las disertaciones eran más aprovechables y comprensibles.
Claro que Sergio, el director, opina lo contrario. Hay que sacarle el mayor provecho a los avances tecnológicos para que los niños aprendan y, mediante la visión, no olviden fácilmente lo adquirido.
Suena el timbre para el almuerzo. Empezará el desfile de «padres y apoderados» a llevarle comida a sus tesoritos. Los más chiquitos se van, pero los mayores almuerzan y se enfrentan a una pequeña pero agotadora segunda jornada de clases.
Al fondo del patio grande, Rafael, y su infaltable guitarra hacen explotar el colegio con su música. La señora de la Biblioteca lo admira. Lo que más admira, en realidad, es la fervorosi dad religiosa con que Soledad lo observa cada día desde un oscuro rincón de la casita de muñecas abandonada, llena de arañas, seguramente.
Rafael nunca la ve, parece absorto en sus «fans», pero este día han ido pocos a verlo cantar y ella se ha atrevido a asomar la cabeza, justo por sobre los ojos, ni un centímetro más, y Rafael la descubre.
La niña huye y se esconde detrás del escritorio de la Señora de la Biblioteca. Pero Rafael ya la vio y eso es lo que vale.
La señora de la biblioteca ha visto todo y recuerda cuando a ella le cantaron una serenata, la única de su vida, bajo la ventana. Cuando su padre escuchó la música y los cantos, les echó agua con vinagre a los adolescentes, y nunca más nadie se atrevió a asomarse ni a la reja de su casa. Por eso, tuvo que casarse mayorcita, cuando el padre ya estaba prácticamente senil.
No se ha dado cuenta del correr del día cuando ve hac ia afuera, por la ventana que da a la calle, cómo se aleja Rafael con Soledad de la mano. Se pregunta si, como mujer, debería advertirle a la pobre niña lesa el riesgo que corre, será engañada, perderá la virginidad y la olvidarán. Así es Rafael, pero la niña no sabe, no sabe nada, ni sabe lo que le tocará vivir. La Señora de la Bibioteca ha optado por mantenerse al margen y que Soledad aprenda solita. Así como ella, y sus primas y sus hijas y sus sobrinas y, seguramente, sus nietas.
La Señora de la Bibilioteca sale a la calle y decide caminar hasta su casa. Son varios kilómetros, pero hoy tiene ganas de pensar y la tarde está rica.
Entre padres, profesores y otros, son cinco quienes le ofrecen llevarla, pero agradece con una sonrisa, su eterna sonrisa sin abrir la boca. Sólo sonríen los labios.
Quiere encender un cigarro, vale la pena ech ar humito en esta agradable caminata y se da cuenta que ha dejado la cartera, nuevamente, en el colegio.