Se empecina en acercar su boca grandiosa a mí y escupir en mi oído millones de gérmenes que al cabo de un rato comienzan a declararme la guerra en mi interior.
Tiene los ojos chiquitos, de aceituna aún por madurar, y de su mandíbula cuelga a todas horas un hilo de incertidumbre donde se columpian sus pensamientos.
Me mira y retrocede, fingiendo enojo. Y entonces sacude su cabeza magna despojándose de intenciones.
Yo lo contemplo clavada al suelo, con los brazos en alto para agarrar su furia.
La cabeza del monstruo se desenrosca sola; eso me lo enseñó mi madre, a oscuras, mientras invocaba el sueño.
Por eso espero, con el aliento suspendido, su claudicación que no ha de llegar.
Por mi ventana se cuela un viento chillón, de doncella mancillada, que parece advertirme de un peligro que conozco.
Sus ojos chiquitos me enfocan obstinadamente. Aprieto los párpados y me dejo capturar por su insignificancia.
La cabeza del monstruo es idéntica a la mía. Eso me lo enseñó mi madre, a oscuras, mientras yo desenroscaba la suya.
EL CONTINENTE AFRICANO
“Mamá, quiero ser negra”. Eso le he dicho nada más levantarme de mi lecho blanco.
“Mamá, quiero pasar hambre”. Eso le he dicho desayunándome dos huevos fritos con chorizo.
“Mamá, quiero que las moscas funestas ronden con impertinencia mi cabeza descomunal, de muerto recién nacido”. Eso le he dicho deshaciendo el lazo de mi trenza.
“Mamá, quiero ser olvidada por la memoria tanguista de los hombres”. Eso le he dicho recordando el mapa del continente africano.
“Mamá, quiero ser negra”. He insistido alisando mi falda azul.
Mi madre me ha dado la espalda. En ella he podido ver la indiferencia tatuada, un trazo obsceno de pinceladas negras y lejanas.
Ángeles Morales