Tiempo de silencio
En el verano la luz se aquieta, reposa con mayor intensidad sobre los tejados, los muros, las tapias, la tierra roja de los surcos, las ramas y troncos de los árboles, el asfalto gris, el agua tersa de los pantanos, las peñas, el azul celeste. Esa luz quieta eterniza el instante, paraliza el tiempo fugitivo y nos invita al silencio, a no hablar, a no cotorrear, a no parlotear, a no farfullar con nosotros mismos, que es lo que más hacemos, a lo que más tiempo dedicamos, lo que más energía consume. No hay mayor despilfarro que dejarnos atrapar por ese diálogo interno obsesivo, repetitivo, en el que hoy nos decimos lo mismo que ayer, y que anteayer, y que el anteayer del anteayer.
El mayor secreto de la vida es no estar de paso por la vida, o sea, no estar de paso por ese instante que la luz aquieta. Porque no hay otro. Y si te vas de él y te quedas absorto en la preocupación por ti mismo, encapsulado en ese cuchicheo interno que te saca del mundo real (ése que la luz hace presente), entonces ignoras y desprecias lo que de verdad nos hace vivir, que no es sino el contacto real y físico con todo lo que nos rodea. Nuestra energía sólo se renueva cuando se aquieta y alinea con la energía de la luz que hace presente al mundo. Si vives encerrado en tu cápsula, escuchando el eco de ti mismo, excitado por esa agitación interna permanente, que confundes con la vida, no descubrirás nunca la fuerza del silencio, ese no temer al vacío que la luz nos desvela en las horas quietas del verano.
La vida es absoluta y completa en sí misma, no se justifica en función de algo que vendrá después. Nada cambiará luego si algo no cambia ahora. Sólo soy lo que ahora soy. Todo lo que pueda llegar a ser está en lo que ahora soy y puedo hacer. Escapar del presente, no poner toda la atención en el presente, es dejar pasar la vida, es perderse el espectáculo indescriptible de todo lo que ocurre a nuestro alrededor. Infinidad de acontecimientos, transformaciones, asociaciones, sincronías, interrelaciones se producen a cada instante ante nuestros ojos. Todo nos lo perdemos si estamos atrapados por ese diálogo compulsivo que proyecta su preocupación por el futuro y no cesa de darle vueltas al pasado.
Nace esta obsesiva y reiterativa agitación interna de nuestro miedo a la muerte. Es como si temiéramos al vacío, al silencio, a la quietud, que identificamos con la muerte. Preferimos vivir en una atmósfera de irrealidad, de sopor, ese mundo imaginario que sustituye al mundo real y al que entregamos nuestra atención y energía. Vemos todo con ojos velados. La cápsula en que estamos atrapados se llena del vaho de nuestro propio aliento. No vemos realmente a los otros ni al mundo, y nosotros mismos pasamos a formar parte de ese mundo irreal. Nos da miedo el misterio de la realidad, que está siempre más allá de nosotros y de lo que nosotros hagamos.
En «El mundo por de dentro», Francisco de Quevedo nos recuerda todo esto con palabras llenas de agudeza y sabiduría. La conciencia del tiempo nace de la conciencia de la muerte. «¿Tú, por ventura, sabes lo que vale un día? ¿Entiendes de cuánto precio es una hora? ¿Has examinado el valor del tiempo?» El tiempo se valora por horas, por días, que son como ladrones que, de forma «fugitiva y secreta», nos roban el tiempo.
Y frente a la ilusión del futuro: «¿Quién te ha dicho que lo que ya fue volverá cuando lo hayas menester, si lo llamares?» Los días no dejan huellas («¿has visto algunas pisadas de los días?»), el pasado no vuelve sobre sus pasos, los días «sólo vuelven la cabeza para reírse y burlarse de los que así los dejaron pasar». Porque vivir no es ir dejando atrás a los días, sino «que van delante de ti, tiran hacia ti y te acercan a la muerte».
Concluye Quevedo diciéndonos que tiene por necio tanto «al que toda la vida se muere de miedo que se ha de morir», como al malo «que vive sin miedo della» como si nunca hubiera de morir. ¿Y quién es cuerdo, entonces? «Cuerdo es sólo el que vive cada día como quien cada día y cada hora puede morir». Lo escribió antes de que aparecieran los libros de autoayuda.
Santiago Trancón