Soledad de soledades.

soledad de soledades

Soledad de soledades.

 

      Me encuentro tranquilamente en una terraza tomándome un café, cuando de pronto aparece el cura de la parroquia del barrio. Es un hombre afable, modesto, cercano y con aires muy campechanos. Dado que la terraza está limitada por las restricciones de aforo, lo invito a sentarse en mi mesa, y a los pocos segundos nos tornamos a hablar sobre cuestiones banales; pero al cabo de un rato la conversación cambia de tercio y afloran entonces temas que me dejan muy pensativo. «Por el lugar que estoy», dice el cura, «percibo que hay una gran necesidad en la gente de comunicarse, de ser escuchada, y eso denota cuánta soledad apresa». Asiento. El párroco da un sorbo a su café, deja la taza sobre la mesa, me mira y arguye: «El asunto va a más, porque la soledad no es ausencia de compañía, sino también la incapacidad de conocer al otro». Coincido plenamente con él. «Yo lo veo de la misma forma; incluso entre la población en general». Por su parte el párroco hace un ademán, guarda silencio y permanece a la escucha. «Considero que en el fondo no somos tan distintos», añado. «Me refiero en general, no sólo entre hombres y mujeres. Y ambos son cada día más vulnerables ante la falta de comunicación, de conocerse e interrelacionarse con los demás». El cura inclina la cabeza, sosegado. Sigue enmudecido mientras atiende a mis palabras. «El problema, creo yo, es que ponemos demasiados obstáculos de por medio a la hora de socializarnos». Y, tras lo dicho, nos enzarzamos en una conversación interesante acerca de la historia de la Iglesia Católica, mis convicciones religiosas y otras cosas que no vienen al caso. Pero lo que me deja pensativo cuando el sacerdote se marcha, es precisamente eso: la ineludible soledad de la que cada vez más gente es presa de ella.

      En otros tiempos, a falta de televisión, radio, dispositivos, aplicaciones y redes sociales, la gente podía compartir momentos que dejaban ahondar en confidencias, charlas en las que, a la luz de un candil sin apenas tecnología, los ratos se hacían más emotivos. Ahora, empero, lo raro es que entre un grupo de personas al transcurso de una charla no entorpezcan los móviles ni el dichoso ruido de la mensajería. Las redes sociales cada vez me dan más asco; pero soy activo en ellas, puesto que, a mi parecer, aquéllas surten efectos –no es que sea precisamente útil sino interesante, en todo caso– la oportunidad de intercambiar o conocer puntos de vistas, además de acceder a una visión periférica de cuanto sucede a nuestro alrededor; pues las redes sociales, en el fondo, no son más que el reflejo de la sociedad; y la sociedad no es más que el reflejo de cada uno de nosotros. En ese sentido la soledad encorseta a gente de cualquier edad. En 2018 el INE publicó Encuesta continua de hogares. Un estudio sociológico en el que los datos sostienen el aumento de la soledad entre personas de diferente posición social, edad, estado civil y ocupación. Atendiendo al estudio, la soledad había aumentado con respecto a 2015 y 2016 en 4,7 millones de personas, lo que significa que el 25,4 % de la población española malvive en circunstancias de soledad. Dicha encuesta confirma el crecimiento de personas mayores de 65 años a vivir ajenas de toda compañía; lo que al mismo tiempo, aunque sea de Perogrullo pero igualmente se ignora, la mayoría de personas ancianas carecen de alguna compaña, a expensas de una televisión, o en una residencia sin apenas visita de sus familiares, o acompañadas de una radio de la que no se desprenden, o en una vivienda que reviste el olor a ancianidad, con añoranzas que nadie comprende nada más que esos ancianos. Y, en efecto, nadie queda libre de que, aun estando rodeado de amigos, familiares y entorno variopinto, se sienta solo. Reconozco que a mí también me ocurre, pues en muchos casos me gusta –incluso es algo que necesito– estar solo conmigo mismo, aislarme de cuanto ocurre a mi alrededor. Lo que en la cultura anglosajona se entiende por solitude; es decir, una soledad elegida. También el mundo anglosajón distingue aquel concepto frente a loneliness, que alude a soledad como condición de pérdida de algo o alguien. En ambos casos el fondo es el mismo, pero con sus evidentes matices.

      Ante esta pandemia en la que nos hallamos, el confort, el regocijo de nuestro círculo más cercano, supeditado sin otro remedio a las redes sociales, a las videollamadas, encuentros a distancia a través de una pantalla, no refrena ni consigue paliar la soledad de millares de personas; no porque no tengan acceso a un dispositivo, ni a Internet, sino porque a escala social no se atiende suficientemente las necesidades de aquellas personas, que, por diversas circunstancias, les atañe una vida en soledad, sin otro recurso que afrontar el día a día en el seno de sus pesares. Todas ellas son ignoradas por los políticos, instituciones, poderes públicos, incluso por los medios de comunicación –que al parecer no tienen otra cosa que atender que no sea el número de vacunas que se necesitan entre la población–. Ni siquiera en los colegios o institutos se implementa atenciones para esos niños que, ante su falta de habilidades sociales, pasan los recreos solos, con escollos para hacer amigos o integrarse entre la clase. La otra cara de la moneda, y así se aceptan las reglas del juego, es que la mitad de la sociedad se encuentra pegada a la pantalla de un dispositivo, mientras la otra mitad se halla en la más absoluta soledad de soledades. Restándole importancia, o prioridad expresa, a la imperante malsana condición que hace que demasiada gente, debido a sus carencias y soledad, cometa tentaciones suicidas –algo que también va en aumento– y a lo que de ningún modo se soluciona. Quizás ahora mismo esté muriendo más gente por la soledad que por la pandemia. Pero el foco de atención, como no podría ser menos de la carroña periodística, es siempre el mismo percal de todos los santos días: la tonta del chichinabo que dice o hace tal cosa con su maromo; quién mata a quién; la Pantoja y el pelanas de su hijo; el putiferio de La isla de follalandia; las huellas del ladrón que se zafó de la policía; o el despiporre de la peña que hace o deja de hacer fiestas ilegales. Cuando lo que realmente supone una de las causas de muerte en el mundo entero –ya lo era mucho antes de esta pandemia–, a efectos masivos, lo que tantas vidas se lleva por delante: la pobreza, el colesterol y la soledad.

 

Luís Javier Fernández

 

Luis Javier Fernández

Es graduado en Pedagogía y máster en Investigación, Evaluación y Calidad en Educación por la Universidad de Murcia. En 2019, finaliza sus estudios de Doctorado en la misma institución. Autor de la novela 'El camino hacia nada'. Articulista, colaborador en medios de comunicación, supervisor de proyectos educativos y culturales. Compagina su vida entre la música y la literatura.

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