Reincidentes
Le habían advertido de la cantidad de carteristas que ejercían en el metro de las grandes ciudades así que, cuando lo tomó, se centró el bolso –ya cruzado por el pecho– en el abdomen y agarró la maleta poniéndosela de escudo entre ella y el bolso. Nada más bajar observó con cuidado a cuantos se cruzaban con ella, evitando a quienes, por su aspecto, le producían más desconfianza, y en ellos entraban tanto los desaliñados como los demasiados pergeñados. Con cierto recelo llegó hasta la estación de ferrocarril; sin dejar de observar a su alrededor, esperó a que anunciaran el número de la vía que debería tomar. No soltó el bolso, ni la maleta en ningún momento, ni cuando se sentó a tomarse unas galletitas saladas que llevaba preparadas para el viaje. Anunciaron por fin el número de vía y ella, como otros muchos pasajeros, corrió a situarse en el andén de salida. Subió por fin al tren y suspiró con alivio sintiéndose a salvo, aunque le tocara como compañero de viaje un tipo demasiado «descuidado» para su gusto que le hizo recolocar el bolso en el lado opuesto a donde se sentó el chico. Todo fue bien hasta que decidió echarse un chicle a la boca y abrió el bolso. De pronto sintió que la sangre se le bajaba y se le subía al rostro en un recorrido rápido y ajeno a su voluntad, varias veces. Del interior habían desaparecido la cartera y su móvil. ¡¿Cómo?! Lo de menos eran ya los doscientos euros que llevaba en metálico, sino el trastorno de las tarjetas: bancos, DNI, tarjeta sanitaria, supermercados, centros comerciales… etc., y la misma cartera en sí: regalo de todos sus compañeros por su jubilación de años y años de trabajo. Y lo mismo con el teléfono. Poco importaba en esos momentos que fuera más o menos caro el aparato sino conversaciones que no querría haber perdido jamás y las irrecuperables fotos afectivas. Por suerte, su compañero de viaje, el «jipioso», llevaba el suyo y se ocupó de hacer las llamadas pertinentes para ayudarla, de hablar con el revisor, de facilitarle el mínimo pero necesario apoyo moral y físico que en momentos así se necesita.
Habló con la Policía nada más llegar a su ciudad. La atendieron con amabilidad y un deje de impotencia, hartos de detener a ladrones sinvergüenzas que vuelven a estar operativos, gracias a nuestras leyes de chichinabo y desprotección para la gente honrada, a las pocas horas de haber sido detenidos. Vamos, que según los magistrados sería «desproporcionado» condenar a un carterista a prisión. Por muy, muy, muy reincidente que sea. ¡Manda huevos! Hasta hace poco, desde el 2015, los ladrones reincidentes si sumaban tres delitos leves podían ser condenados entre uno y tres años de cárcel, al menos les haría pensárselo un poco, pero ahora el Tribunal Supremo considera desproporcionada esta medida. Así que, señores víctimas de robos y señores policías…, «ajo y agua». ¿Qué ánimo, qué aliciente, va a tener la Policía en cumplir con su trabajo deteniendo a rateros si antes de que terminen de escribir el informe de la detención ya están los otros en la calle, con el recochineo añadido de pasearse delante de las narices del policía que los detuvo para decirles que ya están libres? Hay que tener un aguante… y unas tragaderas… El problema está en que esos setecientos once mil novecientos ocho hurtos registrados en nuestro país solo el pasado año se los realizaron a pobres turistas (¡pobres!, por desgracia sé lo que es ser robado fuera de tu país y quedarte sin documentación y sin dinero; perder horas y horas para obtener un papel que te permita subir al avión de vuelta, cuando eso no te ocurre a las pocas de horas de tener que tomar el vuelo, porque entonces… estás perdido) y a personas que, por muy convencidas que estén de llevar el bolso a buen recaudo, no se libran de ser objeto de las hábiles y canallas manos de los ladrones. Decía que el problema es que roban siempre a quienes poco pueden hacer para cambiar esa situación, en lugar de hacerlo con setecientos once mil novecientos ocho magistrados o mejor con un centenar de ellos pero setecientas once veces al año. Llevarlos al límite, como están las pobres gentes que están siendo robadas una vez y otra y otra.
Dicen que «Dios le da pan a quien no tiene dientes»; seguramente, también les da la posibilidad de legislar a quienes andan algo lejos de poder sentir en sus carnes la impotencia de la injusticia. «Ver que la artimaña del zorro triunfa sobre la justicia del león lleva al creyente a dudar de la justicia», decía K. Gibran. Y ya hay demasiados descreídos.
Ana M.ª Tomás