¿Qué era de nosotros cuando éramos felices y no necesitábamos mentir? La mentira es una bandera que hoy parece la más grande de las verdades, porque a todos se nos ha metido en la cabeza que la verdad por sí sola no se mantiene en pie. Este juego de las medias verdades es el que David O. Russell nos impone en La gran estafa americana. Cabaret de máscaras sin careta, o de promesas huecas que sabemos, nada más pronunciarlas, que nunca las llegaremos a cumplir. Si bien es verdad que el intento de contarnos ese lado oscuro del ser humano se deja llevar por la proximidad de las personas anónimas que necesitan de dosis extra de su propia inventiva para salir adelante en sus grises y erradas existencias, no es menos cierto que, cualquiera que sea el planteamiento inicial de toda historia, esta debe contener algo de alma en la que sustentarse por muy oculta que se encuentre, porque en este mapa de deseos ocultos todo sería más llevadero si su discurso narrativo tuviese el impacto visual e icónico de su primer plano secuencia, donde Christian Bale se pega la peluca con pegamento. Directo y contundente como pocos, este inicio ya nos pone en preaviso de lo que veremos más adelante, pues, señoras y señores, nada es lo que parece. Es cierto que el pasen y vean de la primera parte de la película se nutre de inteligentes y bien llevados flashbacks que nos dan la información suficiente para seguir las huellas de la trama; pero, salvado este falso espejismo que enseguida se diluye, el empuje inicial se pierde ante la falta de fuerza de un guión lleno de pequeños y falsos artilugios que naufraga sobre todo en el final, donde el justiprecio de la verdad sale a relucir como aquel precio que estamos dispuestos a pagar con tal de llevar una vida de verdad, sin caretas ni trampas. Entonces, ¿qué ocurriría si solo jugásemos al juego de la verdad, sin tener ese comodín bajo la manga llamado redención?