Experimentos
A mi madre, una venerable anciana de ochenta y dos años, le han robado un par de veces la cartera, en ambas ocasiones fue «al descuido» que se llama, vamos, sin enterarse, pero hace unos días intentaron con ella lo que… no sé si calificar como timo del tocomocho o algo más serio y peligroso. Ella se dirigía a un supermercado a realizar las oportunas compras del día cuando una niña preadolescente, con uniforme, se le acercó preguntándole por la dirección de un determinado e inexistente (al menos mi madre no lo había escuchado en su vida) colegio de monjas argumentando que la habían encargado de transportar, desde otro centro de la misma congregación, una cantidad importante de dinero, que se había perdido y que estaba a punto de deshacerse de él ante el miedo de que la pillaran y pensaran que lo había robado, al tiempo que le abría el bolso y dejaba ver un buen fajo de billetes. Como en el mejor truco del tocomocho, en ese preciso momento en el que la niña requería la ayuda de mi madre para poder llegar a su destino, apareció por allí un señor que se interesó en la conversación. Mi madre le dijo que ella no conocía la existencia de tal colegio, pero la joven se mostró desesperada ante la «responsabilidad» de llevar encima tanto dinero y el buen samaritano se prestó a solucionar la cosa invitando a ambas hasta su casa, justo allí mismo, para, aunque a él no le hacía falta el dinero, pues tenía una gestoría, a nadie la amargaba un dulce, y, para tirar el dinero, mejor se lo repartían entre los tres, pues él sabía mucho de trapicheos y lo que intentaban las monjas era no pagar el IVA. ¿El IVA? ¿Mande? No contaban con que, aunque mi madre no supiera de timos, sí sabía de honradez, y mucho, y zanjó la cosa aclarando que ella no se quedaba con dinero de nadie, intentando llamar a la Policía para que ayudaran a la «pobre criatura». Fue nombrar a la Policía pidiendo ayuda a otro ciudadano y desaparecer ambos como por arte de birlibirloque.
Hace unas semanas salió en los medios un experimento social efectuado por UNICEF, en Georgia, con una niña de seis años a la que vistieron con ropas apropiadas a su edad y la «dejaron» sola en un centro comercial. Todos los que se encontraron con ella, detuvieron su paso, intentaron ayudarla a buscar a los suyos, la consolaban, la acariciaban o le ofrecían chucherías. Nada que reprochar a la actitud de los adultos. Sin embargo, más tarde, le ensuciaron el rostro y la vistieron con ropas grandes, haciéndola parecer una inmigrante pobre. La gente pasaba a su lado sin reparar en ella, y, si la niña se acercaba a las mesas de los restaurantes, los adultos agarraban sus bolsos, o le pedían que se marchara de allí. Para la criatura dejó de ser un juego cuando comenzó a sentir el rechazo de todos, se puso a llorar y tuvieron que parar el experimento.
Una amiga mía me dijo que eso era imposible, que sería una especie de montaje para movilizar conciencias. Entonces la invité a que me acompañara a una terraza de verano en un jardín donde suelen reunirse grupos de inmigrantes –omito a conciencia decir la procedencia–, cuyas niñas intentan acercarse a las mesas ante el rechazo generalizado y el miedo a ser robados por ellas. Es muy triste, pero es cierto. No hace falta irse a Georgia o que UNICEF nos plante ante las narices las miserias del ser humano. Ser mujer o niño siendo pobre es doblemente carga. Los niños son vulnerables, y hay adultos que no tienen escrúpulos en utilizarlos, en aleccionarlos o en obligarlos a robar. Y eso crea una desconfianza que hace que se generalice y se meta a todos los niños con un determinado aspecto en el mismo saco. Dicen que gato escaldado del agua fría huye.
Posiblemente, la niña que pretendía… la verdad es que no sé lo que pretendía intentando llevarse a mi madre hasta sabe Dios dónde. ¿Apartarla y robarle lo que llevara encima? ¿Intimidarla de alguna manera para que sacara dinero del banco? Fuera lo que fuera no pintaba nada bien, pero, como decía, tal vez la niña, tan sabiamente adiestrada en las artes de la ratería, haya sido una niña rechazada por la sociedad desde su más tierna infancia y haya asumido que si quiere algo de ella no tiene que esperar a recibirlo, sino arrancárselo y cuanto más domine la forma de lograrlo mejor.
Hay experimentos inútiles que no llevan a nada. Para qué necesita la sociedad que le pongan un espejo donde se mire su lepra si no está dispuesta a curarse.
Ana M.ª Tomás
Blog de la autora
Jurado permanente del certamen de narrativa breve desde el año 2006
Totalmente de acuerdo y lamentablemente esas historias se repiten en distintos lugares del mundo, se propagan y sentimos impotencia y vamos con cautela perdiendo una partecita de libertad. La «anciana» de 82 se ganó un brindis.
Un abrazo