Dime a quién admiras y te diré quién eres
Hace unos años escribí un artículo al que titulé La irresistible ascensión de la mujer florero. En él me maravillaba de que, después de tanto luchar por la liberación de la mujer, por nuestra incorporación al mundo laboral y porque se nos valorara por algo más que por nuestra cara bonita, siguieran vigentes –por no decir en auge– los mismos baremos de siempre a la hora de juzgarnos. «Sé bella y punto en boca» (sois belle et tais-toi), solían recomendar las mamás decimonónicas francesas a sus criaturas poco antes de lanzarlas al mundo, sus pompas y sus obras. Pero también, o mejor dicho sobre todo, las madres que así adiestraban a sus niñas esperaban que, poco a poco, y valiéndose como ellas de las ancestrales armas de mujer, tan útiles, tan eficaces, sus hijas llegaran a manejar a sus maridos como un buen maestro de títeres. Es decir, haciéndoles creer que eran ellos quienes decidían, cuando eran otras las manos que manejaban los hilos. El sistema funcionaba admirablemente, los hombres creían dominar el mundo, pero, como señaló William Ross Wallace en un poema famoso ahora gracias a cierto thriller aterrador, la mano que mece la cuna es la que mueve el universo. Llegó, sin embargo, un momento en que las mujeres nos cansamos de ser maestras de guiñoles y la mano que mece la cuna y decidimos que era hora de tomar un papel más activo en la Historia, de convertirnos en actrices principales. Así, a principios del siglo pasado, Virginia Woolf nos enseñó el camino para conquistar «una habitación propia», Simone Weil nos alumbró con su rara combinación de lucidez y honestidad intelectual, mientras Simone de Beauvoir nos descubrió los peajes de ser El segundo sexo. Para las que nacimos a mediados del siglo XX estos eran nuestros referentes, nuestros iconos, como ahora se dice, e intentábamos imitarlas, parecernos a ellas en todo, incluso en la estética. Pasaron los años, llegó el tan esperado siglo XXI, ¿y cuáles son ahora nuestros referentes, nuestros modelos? Todos los años medios prestigiosos, como las revistas Time o Forbes, elaboran listas de las mujeres más influyentes del planeta. Patidifusa se queda una al comprobar que, codeándose con Theresa May o Angela Merkel, aparecen en ellas y en lugar relevante reinas de la vacuidad como Kim Kardashian, emperatrices de molicie inane como Paris Hilton y señoras cuya única gesta ha sido casarse con multimillonarios y/o heredar. A los iconos patrios no hace falta que los mencione, porque los conocemos todos. Señoras monísimas (algunas bastante añosas) sin más mérito conocido que vender su vida y miserias a golpe de exclusiva; enhebradoras de un marido –o amor o amorcete– tras otro cuanto más rico e importante mejor; y luego, vociferantes princesas del pueblo con serias dificultades para aprobar la ESO. ¿Qué pasó, en qué nos equivocamos nosotras, las mujeres de la generación que rompió con el modelo femenino tradicional, para que hayamos vuelto a valores mujeriles tan retrógrados? ¿Es posible que lo que más se admire de nosotras sea ¡aún! nuestro aspecto físico, el arte de casarse y descasarse o lo afilada que se tenga la lengua como en una mala comedia de Arniches? Sería muy fácil decir que vivimos en un mundo en el que los baremos los marcan aún los hombres, pero no es cierto. No son ellos quienes miran y admiran estos, llamémoslos así, referentes sociales. Mucho me temo que en las últimas décadas hemos perdido dos batallas. En aras de la igualdad con los hombres hemos renunciado a ser la discreta, artera y eficaz mano que mueve los hilos o mece la cuna, pero también hemos prescindido de modelos femeninos a lo Woolf y Beauvoir. ¿Tanta lucha feminista para volver a encarnar el patrón femenil más antiguo sin ninguna de sus contrapartidas? Lo único que me consuela es que la admiración por lo epidérmico, lo memo y lo banal no es solo nuestra. Ahí tienen a los hombres afanados en emular al David de Miguel Ángel o, más patéticamente, a la hormiga atómica, a base de cremas, masajes y horas de gimnasio. Cada tiempo tiene sus modelos, sus iconos, los que mejor encarnan los valores –o su falta– de una época. Por eso y lamentablemente, tanto para ellos como para nosotras, dime a quién admiras y te diré quién eres.
Carmen Posadas
INVOLUCIÓN llama mi sobrino Diego (sólo cinco años más que Yaiza) al dramático aumento de la violencia machista hoy día. Pero este gran paso atrás no cae del cielo, es fruto de años de estancamiento en cuanto a transmitir valores, los mismos en que, acomodados en un falso estado de bienestar, la también falsa clase media descuidó por completo ese pilar básico que ya nos encargó Beauvoir que cuidásemos bien, de tan inmersos en hipotecas y ciegamente metidas en el papel que subliminalmente se nos asignó de superwomans.
Nos han engañado, nos han vendido por Igualdad de Derechos el papel de superwomans hasta la extenuación que se evidencia ahora en esta dramática involución. Y todo ello con la pasividad en cuanto a feminización de los hombres a la hora de adaptarse a esa prometida igualdad con el reparto, ya no de tareas, sino de responsabilidades. No sólo no hemos alcanzado la igualdad de salarios (algo que, dicen, costará más de cien años lograr)
A veces hasta da la impresión de que nos hemos dejado engañar mientras buscábamos una canguro que nos sacase del apuro, del momento en sí, claro.
Porque no sólo las ejecutivas son superwomans, lo son ya aquellas que antes de ir al trabajo han de llevar al niño al cole, con la lengua fuera cogen el bus o el metro y llegan después al ras para preparar la comida al mediodía y salir pitando otra vez a llevar al crío al colegio y al trabajo después… y sé de qué hablo.
Por no decir de sortear horarios en el calendario para, además, acudir a los encuentros con los profesores en el colegio, a pagar la cuota de la escuela de música o de judo, p. ej., al pediatra, etc.
Luego, entonces, no habíamos avanzado tanto como para descuidarnos de este modo tan flagrante: qué pronto se dieron cuenta aquellos… y ¡qué caro lo estamos pagando!
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Mar Martínez
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24 04 17
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https://esalbantaalreves.blogspot.com.es/2017/04/involucion-mar-martinez_24.html