Humanizamos los objetos, los dotamos de significado, los convertimos en fetiches. Son pequeños flotadores que impiden que las aguas del tiempo arrasen con todo. (…) Es un intento vano e inconsciente de detener el fluir de los años, que se lo lleva todo. Nos aferramos a los objetos mientras la existencia se nos escapa entre los dedos como si fuera agua.
Rosa Montero
Yo he visto cosas que vosotros…
Bengalas destellando en la oscuridad de una habitación repleta de deseos de almendras y chocolate… Velas conteniendo en su estela diminutas burbujas de ilusión… Cientos de películas, series o festivales que nos reunían alrededor de esa pecera mágica que nos exprimía las más hondas emociones… Niñas y niños corriendo por el mismo pasillo “interminable”, tiznado de suelas inquietas y sueños de espuma… He visto la excitación de pequeños dedos rompiendo la envoltura de sus regalos en los amaneceres que olían a roscón y a luces de Cabalgatas… Un pañuelo empapado en colonia familiar para aplacar las calenturas de la fiebre. He visto corazones dibujados en nuestras barrigas… El tibio abrazo de mi madre cuando se truncó mi primer amor. He visto un patio que sabía a fritura y olía a voces desaliñadas, contenidas, desatadas… Tardes de fin de curso aliviadas por un balcón que refrescaba nuestros sueños de verano… He visto muchos exámenes, esfuerzos, los primeros trabajos mal pagados y peor agradecidos… Las concentradas y silenciosas lecturas de mi padre… He visto novias radiantes cruzar el umbral sintiendo que aún quedaban flecos a los que asirse… He visto pérdidas, enfermedad, dolor y más llanto desperdigado por los cimientos… El entusiasmo de mi padre bailando al son de sus palillos de madera… He visto girar millares de veces una llave que abría mi pasado y mi presente, dando vueltas en el pitorro de una olla de lentejas y un suelo recién fregado e inundado de hojas de periódico para preservar el brillo y el esfuerzo de las rodillas de mi madre…
Y todos esos momentos se perderán en el tiempo… como lágrimas en la lluvia… y sobre cuatro paredes que ahora van a resetear sus recuerdos…
Ellos ya no están para poner color a esas paredes que ahora se nos desploman sin tregua, con estrépito seco y punzante… Blanco y negro. Gris oscuro. Su calor y energía, nuestros recuerdos, las nubes de algodón, los limones y las manzanas de caramelo, se han ido disipando por todas las rendijas, lento pero inmisericorde, como una letanía que golpea tus sienes con un final ineludible.
Se consume la llama y pido el deseo de poder rememorar un día estas cuatro paredes en las que nací y entre las que crecí, sin que pinchen demasiado mi ánimo o vuelvan a estrangular mis tardes desenhebradas.
Ellos ya no están. Pero el eco de su estancia vacía continua palpitando. Y levanta las costras de una herida casi cicatrizada que ha vuelto a sangrar por un delgado cauce invisible.
En el momento que las olas dejan de sepultarte bajo la espuma del dolor, o al menos cuando sólo sube la marea de forma ocasional, como ese interruptor que enciende la más íntima memoria del corazón, llegan los otros apegos. Una casa, cuatro paredes repletas de muebles y enseres que van desapareciendo de forma inexorable delante de tus ojos. Y el color muda a gris y el polvo se convierte en esquirlas que te arañan ese nudo en la garganta que se escondía entre los bastidores de la rutina, pero que seguía ahí, acechando.
Y vuelve la melancolía a rezumar por el recinto de nuestros recuerdos. Otro duelo que necesita diluir más palabras que aplaquen la indigestión de lágrimas y de reminiscencias punzantes. Palabras que alivien, que ayuden a mejorar el tránsito emocional: ese ir y venir de sentimientos compartidos demasiado densos a veces para convertirlos en verbo.
Los maestros budistas dicen que los apegos nos inoculan un gran sufrimiento. Y hay algunas religiones y filosofías que afirman aquello de ir vaciando la mochila para volver a casa ligeros de equipaje. Porque los afectos, si pesan mucho, nos pueden empujar al vacío mientras transitamos por el filo del abismo de las pérdidas, las grandes y las pequeñas.
Sólo son cuatro paredes… ¡como si constatarlo fuera algún consuelo!
Pero los apegos son más que unos muros o un tejado. Porque deseamos seguir acariciando lo que alguna vez retuvo su tibieza o acaso fue testigo de sus pulsaciones. Me quedan grandes, ¡pero es que eran de mi madre!
No sé que pinta una gabardina sonámbula en el perchero, ¡pero es que era de mi padre!
Deshacer y meter en cajas la casa donde has nacido, otra ruta escarpada de las angosturas de la pena. Y hay que atravesarla, no queda otra. Porque nuestra percepción y toda la vida está montada alrededor de ese recorrer siempre el camino hacia adelante.
Como dice mi admirada Rosa Montero, hay vida al otro lado de las apreturas, por supuesto. Sin embargo, intuyo que el paisaje y el camino que nos esperan detrás del desfiladero dependen en gran parte de nosotros, de la consciencia que nos esforcemos en proyectar sobre cada momento y cada paso que damos. Escuché hace poco hablar, al personaje de una serie, sobre la no linealidad del tiempo. Decía que no eran fichas de dominó tumbándose una encima de la otra. El tiempo es un soplo. Son instantes, momentos que se desperdigan a nuestro alrededor como el confeti, como la lluvia o la nieve recién caída, aunque nuestro instinto sea el de ir siempre hacia adelante.
Blog de la autora
Colaboradora de Canal Literatura en la sección «Palabras desde mi luna»