30 primaveras. Por Luis Javier Fernández

30 primaveras

30 primaveras

     Cuando esto escribo faltan dos días para que cumpla treinta años. Las décadas, o el hecho de cumplirlas, indudablemente se nota. Cada cual lo afronta a su manera según la vida que lleva, pues de eso se trata: de que cada cual, con sus condiciones, circunstancias, experiencias y hábitos, sepa sacar jugo a su vida. Aunque, claro está, hay variables que no entran en el control de nosotros mismos; y ahí la propia vida o el destino, es quien hace de las suyas. Supongo que hay gente a la que no le importa coleccionar a sus espaldas unas décadas; a otros, sin embargo, sí. Y a mí, en estos momentos, me ocurren las dos cosas. Hoy me apetece darle a la tecla y mantener una charla conmigo mismo a través de estas líneas. Porque aquí el servidor está un raro a las puertas de sus 30 primaveras.

     Nunca fui dado a celebrar cumpleaños, aunque de pequeño le otorgaba más entusiasmo a los natalicios. Hay gente que lo celebra por todo lo alto, con todo el ahínco por montera, a tutiplén. Pero ése no es mi caso. No me hace gracia ninguna sumar almanaques; y aun así lo acepto, porque es algo natural e inclusive apodíctico el hecho de que, la juventud, la guapura, la mocedad, el lustre –y, también, por supuesto– la tontería, tarde o temprano se acaba. Una de las mejores cosas de estos tiempos es que, los conceptos de joven y viejo, son relativos. Pero a esta edad empiezas a darte cuenta de la inmediatez con la que suceden las cosas, la corta duración, esa fugacidad con la que se pasan los días, las semanas, los meses y los años… El tempus fugit no deja impasible a nadie. Y una mañana, como otra cualquiera, te miras al espejo y aprecias tu piel más bifurcada, unas entradas prominentes en las sienes conforme en tu cuero cabelludo aparece menos pelo, el cariz que cobra tu cuerpo y toda la matraca que éste, pretéritamente, logró soportar. Ese jodido reloj biológico que, antes o después, nos da la puñeta a todos. Tampoco vayamos a lamentarnos, pues así son las reglas de este viaje. Y en eso consiste vivir: en no desbordarte a tus años y aceptar los cambios, consciente de que siempre se puede estar peor. Pero la cuestión no es ésa, sino evolucionar. Siempre tener esa actitud, al menos. Esto implica también saber relativizar las cosas; porque de eso estriba la vaina. Evidentemente lo suyo cuesta, ya que una de las voluntades que más le cuesta a la gente, y yo no soy menos, es aprender a relativizar los hechos. Es una virtud de la que carece bastante muchachada. Supongo que para ejercerla se precisa una gran inteligencia emocional, porque el mundo, la vida y esta época hija de perra, exigen mucha de aquélla.

     Presiento que la esperanza de vida aumenta con el paso de los años, la gente es más longeva pero más desgastada ante el día a día; de modo que la esperanza de vida no va en correlación con la calidad de vida. Las personas vivimos más años pero con menos comodidades, oportunidades para realizarnos, el aumento de depresiones, estrés, ansiedad, incertidumbre, soledad, enfermedades mentales, suicidios, frustraciones, problemas laborales y económicos, inestabilidad a expensas de un mundo que cada día se va a la mierda. Y miras el paisaje que tienes a tu alrededor y te preguntas cuál es tu propósito en la vida, para qué te fecundaron tus padres y qué es aquello que le da sentido a tu día a día. No se trata de una crisis existencial, pero los años nos brindan esa clase de preguntas a las que difícilmente le podemos dar respuesta. Esta época nos condiciona de esa jodida forma: de hacer cuanto se pueda por sobrevivir, más que evolucionar. Y sobrevivir se convierte en nuestro gran afán, hasta el punto de ser prácticamente una obsesión. Como escribió Oscar Wilde: «Hay dos tipos de personas: las que viven, y las que simplemente existen». Todo se focaliza en eso mismo: en vivir o en existir. Así que hay personas que son una pura existencia mientras su vida pasa en un abrir y cerrar de ojos. Desde hace mucho tiempo me llevo percatando de esa idea; y reconozco que me desagrada. A mis casi treinta años, todavía joven, por supuesto, prácticamente un pipiolo, siento que no consigo todo lo que me propongo. No es tanto por el esfuerzo. Soy metódico, perseverante y tenaz. Pero asumo que, por mucho esfuerzo que uno ponga a sus propósitos, eso no necesariamente se ve reflejado. Mi generación, y así también lo creo que las actuales, hemos sido educadas bajo una falsa, perniciosa y tóxica filosofía del esfuerzo. Vale que, quienes más se esfuerzan, consiguen grandes logros; pero hay gente que pese a su inmenso esfuerzo y dedicación no alcanza sus objetivos. Azar, mala suerte, destino, cuestiones innatas de la persona, etc. Todo esto arbitra de muy mala gana. Y entonces dan ganas de tirar por la borda cuanto se lleva haciendo, ya que no ves los frutos que quisieras lograr. Es algo que veo a mi alrededor. Así que es algo colateral a esta época, donde el panorama es catastrófico. No son buenos momentos para ser joven. Tampoco para ser viejo; pues este sistema atroz configura una cultura del descarte donde ni unos ni otros son imprescindibles. Los jóvenes deberíamos ser alumnos de los viejos, de los sabios; y los viejos, a su vez, deberían ser las mejores escuelas de las que aprender. Pero el propio sistema nos convierte en números, eslabones dentro de una cadena de eslabones. Los jóvenes somos el sustrato para que el paisaje cambie; y los viejos son el modelo en el que inspirarnos. No me gusta este puto mundo que estamos creando. Acepto cuanto, sin otro remedio, así se establecen las reglas de esta condenada arquitectura social. Ante todo no quiero ser pesimista pero no hay otra alternativa, por desgracia. Quizás otros tiempos fueron mejores que los actuales; pero a decir verdad yo no estuve para comprobarlo. De manera que a veces creo que no me he equivocado de vida, pero sí de época. Y no me queda otra que nutrirme, o consolarme, con los libros, el conocimiento, aprender de las experiencias ajenas para que, al menos, no se me trastorne la cabeza. Que es algo cada día más común en nuestra sociedad.

     El 28 de marzo cumpliré treinta años. Hasta ahora creo vivir de forma coherente y fiel a mis principios y valores. Nunca pierdo de vista cuán frágil es la naturaleza humana, de manera que hay que ser estoico para no volverse un majareta. Añoro mucho las tardes de domingo que pasaba con mi abuela María, con quien mantenía entrañables charlas sobre la sabiduría de los tiempos y hacer balance del pasado y presente. Pero en eso también consiste en cumplir años y, por ende, en envejecer: la pérdida de muchas cosas mientras ganas otras. Y en ese elixir transcurre la vida. Una vida sinsentido, a veces; y otras, generosa o traicionera. Pero la vida no empatiza con nadie y, llegado el momento, dictará su sentencia porque la vida es muy suya. Así que por lo que a mí respecta, me quedan otras muchas primaveras. Ojalá todas ellas me hagan mejor persona con independencia de las circunstancias. Por eso suelo acordarme mucho de aquello que escribió George Orwell: «Lo importante no es mantenerse vivo sino mantenerse humano». De eso se trata.

 

Luis Javier Fernández

Luis Javier Fernández

Es graduado en Pedagogía y máster en Investigación, Evaluación y Calidad en Educación por la Universidad de Murcia. En 2019, finaliza sus estudios de Doctorado en la misma institución. Autor de la novela 'El camino hacia nada'. Articulista, colaborador en medios de comunicación, supervisor de proyectos educativos y culturales. Compagina su vida entre la música y la literatura.

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