93-Tessera. Por Druso
- 18 octubre, 2012 -
- Relatos -
- Tags : 9 Certamen de Narrativa Breve 2012, relatos, romanos
- 6 Comentarios
Bajo el cálido manto lumínico de una lámpara de aceite, el hispano Caius Quinto Druso trabajaba intensamente. Tratando de abstraerse del sopor de la noche y el cansancio, insertó con precisión la fina punta de su cuchillo en el extremo de un dado hecho de hueso y realizó un diminuto boquete en la cara donde estaban marcados seis puntos. Sin moverse, alargó la mano hasta un arcón y sacó de su interior una bolsita de cuero llena de tierra, le quitó el lazo y vertió su contenido en el interior de la abertura. A continuación, rellenó de nuevo el agujero, asegurándose que el dado quedara exactamente igual a como se encontraba antes de manipularlo, tanto en la forma como en el peso. Mirándolo al trasluz, Caius sonrió, satisfecho. Estaba seguro que nadie notaría que estaba trucado.
–Exsi -anunció el timador a su compañero Decimus Maximus Appio.
-Justo a tiempo-contestó su amigo-. Si queremos llegar a Roma a la hora sexta hemos de partir de inmediato.
Appio fustigó con su vara a las dos mulas que tiraban del carro y emprendieron el camino hacia la capital del Imperio, donde aquella semana se estaban celebrando las saturnales, una de las festividades populares más esperadas en la ciudad: siete días de excesos, donde se comía, se bebía y, sobre todo, se jugaba mucho dinero a los dados. Cuando el sol ya se encontraba en su cénit llegaron a las puertas de Roma, donde una infinidad de caravanas, acémilas y ciudadanos se arremolinaban en torno a los puestos ambulantes que se extendían por las atestadas calles, donde los templos dedicados a Júpiter, Marte o Vesta se entremezclaban con los edificios administrativos, las termas y los prostíbulos.
Avanzaron por la Via Sacra hasta las proximidades del arco del triunfo, con el monte palatino al fondo, donde vieron un hueco para instalar su tienda. Después de montar las carcomidas tablas, revestidas con una tela de pelo de cabra que ganaron a unos beduinos de Arabia Petrea jugando al Iactus Tres, Decimus empezó a atraer la atención de la gente.
-¡Romanos!-gritó Appio. El de Italica, dotado de una verborrea extraordinaria, siempre había poseido un don especial para tratar con la gente-, ¡jueguen con nosotros al Abacum claudere, el juego de combinación más apasionante de todo el Imperio!, ¡una jugada, un denario!
Enseguida un tumulto rodeó la enorme mesa donde Caius estaba colocando cinco tableros, divididos cada uno en nueve escaques de color rojo y negro y numeradas del uno al nueve.
-Les recuerdo las reglas, insignes señores. Una única tirada. Cada jugador lanza los dos dados y suma el resultado. Si sale diez, once o doce, ha de pasar al siguiente jugador. Si el resultado es otro, quedará marcada la casilla con una ficha. Cuando todos hayan jugado su turno, lo hará mi compañero. Después, de los cuarenta y cinco puntos que resultan sumar del uno al nueve, restaremos los que haya sacado cada uno. Aquel cuyo resultado sea menor, gana.
En la primera tanda jugaron cinco hombres, elegidos con ojo experto por Decimus. Todos iban ataviados con la toga que, según dedujo Caius, únicamente sacaban durante los días de fiesta, en un patético intento por parecer auténticos patricios cuando sus desgastadas solae delataban que el dinero sólo les había dado para aquello que estaba más a la vista.
El primer hombre, un joven de frente despejada, tez morena y orejas separadas, lanzó los dados con soltura, sacando un tres y un cuatro. Decimus colocó una piedra sobre el siete y le restó cuarenta y cinco.
-Total, treinta y ocho.
Le tocaba el turno al segundo hombre, un anciano de aspecto tan enclenque que cuando al lanzar entrecerró los ojos casi por completo, Caius dudó si lo que estaba haciendo era apuntar o morirse allí mismo.
-Diez-dijo Decimus al ver que habían salido dos cincos-.Se pasan los dados al siguiente jugador.
Tras el viejo tiraron el tercer apostante, que consiguió un seis, el cuarto-otro seis-, y finalmente el quinto, que sacó un tres.
Llegó el turno de Caius. Mientras se colocaba en la raya dibujada en el suelo, Appio comenzó a hablar con su natural desparpajo, concitando la atención de los jugadores y dando tiempo suficiente para que su compañero sacara rápidamente los dados trucados que llevaba ocultos en el pliegue de sus ropas.
-Hagamos un recordatorio de la puntuación de cada uno-dijo Decimus, remarcando cada palabra-. El primer jugador sacó un siete, luego tiene un treinta y siete. El segundo sacó un diez, por lo que tiene un cuarenta y cinco. El tercero y el cuarto obtuvieron un seis, así que tienen un treinta y nueve, y el último sacó un cuarenta y dos. Por tanto, la casa ha de sacar más de un siete, sin sacar un diez, once o doce, si quiere ganar al jugador número uno. Adelante, Caius.
Con estudiada parsimonia, Quinto Druso amagó el tiro por dos veces antes de lanzarlos contra el tablero, deteniéndose el primero en el seis y el otro en un tres.
-Nueve-anunció Decimus, quien trataba de disimular una sonrisa pícara-, lo que hace un total de treinta y seis. ¡Gana la casa, señores!
Acompañado por un murmullo de decepción y la voz quebrada de Decimus de fondo animando a una nueva apuesta, Caius comenzó a recoger el dinero mientras pensaba que su amigo había nacido para ese trabajo, en un claro ejemplo de lo que los latinos llamaban vocatio.
—-
Quinto Druso siempre había pensado que el amanecer de Roma tenía un colorido especial. Con el reflejo de la luz del sol tiñendo de naranja el Amphiteatrum Flavium el hispano meditaba sobre lo que podía depararle el nuevo día después de haber aceptado la proposición que su amigo le acababa de hacer: acudir al Palacio Imperial, donde se había organizado una jornada de dados para la gente más acaudalada. La idea era infiltrase entre los jugadores, tratar de ganar un buen número de partidas y salir de allí sin llamar la atención.
-Es la hora-dijo Decimus.
Tras realizar una ofrenda a la diosa Fortuna, los dos hombres se dirigieron hasta los alrededores de la Domus Augustana, donde una marea humana se agolpaba a las puertas del palacio. Cuando a la hora quinta se permitió la entrada, la gente se fue distribuyendo entre las mesa, comenzando una orgía ludópata cuyos protagonistas absolutos eran los dados, siempre caprichosos a la hora de favorecer a algunos y arruinar a otros.
Durante toda la mañana Decimus y Caius fueron pasando de mesa en mesa, jugando al Iactus Tres, al Abacum claudere o al Quinquenovem. Utilizando toda su destreza-y en más de una ocasión los dados trucados-, los dos hombres ganaron fácilmente cien denarios, alcanzando tal notoriedad entre el resto de participantes que, en un momento de descanso, un hombre que se presentó como el Senador Lucius Marcus Tetraides se les acercó, saludándoles.
-Que los dioses os guarden tanto como hoy lo están haciendo-dijo el anciano cuya espesa mata de pelo, tan blanco como la nieve, le daba un aire señorial- ¿Cómo os llamáis?
-Caius Nervae y Decimus Maximus, comerciantes de Hispania que hemos venido a probar fortuna durante las saturnales.
-Bien, Caius Nervae y Decimus Maximus. Ha llegado a los oídos del gran Commodus que hoy os está bendiciendo la diosa Fortuna, lo que ha atraído su atención. Quiere que os lleve a su presencia para que juguéis con él.
Al oír aquello los dos jóvenes se quedaron sin respiración. Sólo cuando pasaron unos segundos Decimus recuperó su natural facilidad de palabra.
-Agradecemos la invitación, senador.
-Seguidme, pues.
Tetraides los acompañó a una de las estancias del peristilum, una sala donde había un cartibulum preparado para el juego. Al fondo, sentado en una silla de tijera, Commodus bebía vino en una ostentosa copa.
-Ave, imperator-dijo el senador, saludando al estilo romano- Os traigo a los dos mejores jugadores de toda Roma a vuestra presencia.
Con el pelo oscuro y rizado, herencia de su padre Marco Aurelio, el emperador, vestido con una toga de seda, dejó el vaso y los miró con aquellos ojos extremadamente pequeños en los que Caius creyó denotar un punto de locura.
-Juguemos entonces-dijo.
El emperador y el séquito compuesto por senadores de su confianza, pretorianos y su poeta personal se dirigieron a la mesa, donde aguardaban un funcionario imperial y dos solitarios dados hechos de hueso.
-Jugaremos al Unus ut Duo. A una tirada-sentenció Commodus.
Al escuchar aquello a Decimus se le ensombreció el rostro. Aunque se hubiese atrevido a hacer trampas al mismísimo imperator, con aquel juego no era posible.
-Recuerdo las reglas-dijo el funcionario, llamado Publius Rusco- Primero un jugador lanzará un dado y el resto, dos. Si el otro consigue igualar la tirada con ambos dados, gana.
-Yo empiezo-dijo Commodus.
El imperator cogió con delicadeza uno de los dados de la mesa y lo tiró suavemente hacia una de las esquinas.
-Seis-anunció Rusco.
Un caluroso aplauso rompió el silencio de la sala, iniciándose un murmullo creciente.
-¿Cuánto apostáis?-preguntó el funcionario a los dos jugadores.
-No disponemos de mucho dinero, así que…-comenzó a decir Decimus.
-Todo-dijo Caius, interrumpiendo a su compañero- Trescientos denarios.
El cuchicheo inicial se tornó en interjecciones de todo tipo, Decimus incluido.
-Sea-aceptó Commodus.
Ignorando a su amigo, Caius cogió los dos dados que le ofrecía el funcionario, los miró atentamente, cerró la mano derecha, la agitó con un ligero movimiento de muñeca y los lanzó contra el frontal de la mesa, rebotando hasta en dos ocasiones, deteniéndose el primero en un cuatro, mientras que el segundo, más indeciso, giró sobre sí mismo para acabar cayendo en un dos.
Decimus apenas pudo sofocar un grito de alegría, ahogado bajo un creciente murmullo de decepción-alguna real, muchas fingidas- de la comitiva imperial.
-Seis-bisbiseó el funcionario mientras, temeroso, miraba de reojo al imperator.
El silencio reinó de nuevo en toda la sala, con todos los ojos pendientes de la reacción de Commodus, quien miraba a Caius como si de un augur se tratase
-Es claro-sentenció el emperador mientras se levantaba, ciñéndose su manto de terciopelo-, los dioses os son favorables. Recoged el dinero y rogad por la buena fortuna del imperator en vuestras ofrendas.
—-
-Estás loco- las palabras de Decimus Maximus resonaron en la taberna donde el vino y las patas de cabrito corrían esa noche a cuenta de los dos hispanos-¿Cómo se te ocurrió apostarlo todo sabiendo que no podíamos usar nuestros dados?
-Cuestión de probabilidad, Decimus-respondió Caius con una amplia sonrisa.
-¿Cómo?
-¡Tantos años timando y no te has parado a pensar cómo funcionan los dados! Te lo explicaré. Si lanzamos un solo dado, existe las mismas posibilidades de que salga cualquiera de los seis números, luego la probabilidad es de un sexto.
-Evidentemente.
-Pero si lanzamos dos dados, el número resultante es la suma de ambos, como pasó en nuestra partida, en la que si en uno hay un dos y en el otro un cuatro, tenemos un seis.
-Sí. ¿Y qué?
-Cuando lanzas dos dados no todos los números tienen las mismas opciones de caer. Por ejemplo, el dos sólo puede salir de una manera: que en ambos dados salga un uno. Y sin embargo, para el tres hay dos formas, que en un dado salga uno y en el otro un dos, o viceversa. Es decir, dos posibilidades de sacar un tres frente a una sola de sacar un dos.
-Entonces-preguntó Decimus-, ¿para sacar un seis?
-Hay hasta cinco opciones distintas de sacar un seis utilizando dos dados, así que lo de esta mañana era una buena apuesta, en términos de probabilidad.
-Arriesgada, en todo caso-le recriminó cariñosamente su amigo mientras alzaba el vaso en su honor.
-A veces la suerte es simplemente la manera disimulada que tienen los dioses para hacer las cosas-dijo Caius mientras elevaba el vaso a la figura de la diosa Fortuna que presidía la taberna y de la que, si no fuera porque sabía que era fruto de los vapores del vino, hubiese jurado que en ese momento estaba sonriendo.
Suerte
Relato picaresco, muy español. No en vano, aunque se desarrolle en Roma, los truhanes son hipanos, y creo que uno andaluz(Nervae). Muy entretenido y con movimiento. Equilibrados el texto y los diálogos.
Enhorabuena y suerte.
(No me atrevo a decir nada en latín, aunque todavía nadie ha dicho la famosa frase, que viene al pelo, de Julio César: Alea iacta est.)
El emperador está muy bien escogido. En cuanto al cálculo de probabilidades que maneja Decimus deja mucho que desear,
supongo que ahí está la gracia del cuento.
Es ingenioso. Enhorabuena.
Asinus asinum fricat
Aut regem aut fatuum nasci oportet
Cada uno que se quede con la que desee, con la que le cuadre o con las dos, que esta tarde me siento generoso. Suerte.
Divertida aventura de un par de truhanes, bien ambientada (creo) en la Roma del siglo II de nuestra era. Y además, con lección de estadística incluida. No se puede ser más didáctico. He pasado un buen rato disfrutándolo.
Parece que no queda más remedio que felicitarte en latín: Sit propitios deos.
Funny fabulam. Ita dictum mea avia: Non scholae, sed vitae discere. certaminis fortunam amicus