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92- Mi niñez. Por Maite Galán

Maite encontró la caja de galletas mientras hacía limpieza en el trastero. Tenía tanta herrumbre que para abrirla necesitó de toda su fuerza y mafia pero lo que halló en su interior mereció sobradamente la pena. Regresó al salón donde Gabriela, su hija, se había quedado dormida con la televisión encendida. A sus ocho años era una preciosidad de criatura que había sacado los vivarachos ojos de su madre y la picara sonrisa de su padre. Maite dejó la caja a un lado, apagó el televisor y tomando a su niña en brazos, la llevó a la cama. Allí le quitó las pantuflas y la acostó arropándola con mucha suavidad. Después le dio un beso en la frente y salió de la habitación sin hacer ruido dejando la puerta ligeramente entreabierta. De vuelta al salón cogió nuevamente la caja de galletas y se acomodó en el sofá, envuelta en una manta, dispuesta a devolver al presente los recuerdos tanto tiempo relegados al olvido. Había muchas fotografías que ni siquiera reconocía pero la de sus abuelos paternos junto a sus padres en La Plaza del Cristo de La Laguna, la sobrecogió de emoción. Abuela y abuelo, con ellos se crió, en su casa, donde vivieron sus padres durante casi dieciséis años. Su niñez y el comienzo de un torbellino llamado adolescencia tuvieron lugar allí. Los recuerdos se agolpaban todos en su cerebro así que tuvo que ingeniárselas para poner un poco de orden y que no le brincara el corazón del pecho. Su niñez, aunque eran muy pobres, no pudo ser más feliz en casa de los abuelos, de la abuela querida, siempre presente, siempre añorada. Jugaba en la calle a saltar a la comba, al corro cantando canciones que le gustaría enseñar a su hija, a los boliches con los varones (siempre les ganaba), al escondite, a contar mentiras (tralará), a los cromos con su prima de la cual codiciaba uno con la figura de un ángel y que consiguió no sin esfuerzo. Las carreras calle abajo por la tierra, con los cubos en la mano para recoger agua del chorrillo traía como consecuencia, tanto en ella como en sus amigos, más de una caída. Las rodillas y los codos sangraban pero no dolían. Se reían a carcajada limpia y puestos en pie seguían adelante. Al llegar había que guardar cola así que, como niños que eran, no paraban quietos. Tenían más prisa que nadie pues una vez lleno el cubo había que regresar cuesta arriba hasta la casa de cada uno y ver quien llegaba el primero. Todo era un juego. ¿Acaso no es eso la niñez? La casa de los abuelos tenía dos azoteas. En la primera había una enorme pajarera donde su madre criaba unos exóticos pájaros llamados comúnmente diamantes, también estaba el tendedero, una conejera (cada vez que le daba de comer zanahoria a alguno de los conejos, éste acababa por mordisquearle los dedos pero ahí estaba el abuelo para sanarlos) y como no, el cuarto de los juegos donde vivió por un tiempo un pollito al que nunca se atrevió a coger porque temía que se le partiera entre las manos. En los escalones que daban a la azotea más alta, donde se encontraban los palomares de su padre, sentaba a sus muñecas y se convertía en una maestra bastante dura. Había algo sádico en su actitud pues manejaba una regla de madera con autoridad y más de una cabeza acababa rodando por el suelo. No se consideraba mala pues luego las recomponía y todo arreglado. Allí, en aquella azotea, cuando hacía sol, su madre le cepillaba el cabello recién lavado hasta dejarlo perfecto. ¡Cuántos recuerdos que no dan tregua a la emoción! Los almuerzos en familia los fines de semana con el abuelo presidiendo la mesa, amasando el gofio en el zurrón como sólo él sabía hacerlo. Nunca volvió a saber el gofio como cuando el abuelo vivía. Por la noche, en verano, con la radio de fondo y Don Antonio Machín cantándole a sus angelitos negros, en la cocina abrían una baraja y jugaban al burro, la ronda, el tute, el envite… ¡Qué más daba! Lo importante era estar todos reunidos y pasarlo bien. Ella se sentaba en una silla a observar y escuchar aquellas canciones imperecederas. Un gato negro asomaba de vez en cuando por la ventana abierta. Le encantaban los gatos y nunca hizo caso de las supersticiones. Si era negro, aún más hermosa e impactante le parecía la mirada verde de sus ojos rasgados que ella desafiaba mantener al minino sin ningún éxito. Era feliz. El tiempo, con la enfermedad del abuelo, el maldito alzhéimer, cambiaría demasiadas cosas. La abuela nunca más volvió a sonreír. Le sobrevivió unos pocos años más pero una calurosa tarde de verano abuela y nieta se miraron a los ojos por última vez y se despidieron para siempre. Había comenzado a sentir el descalabro de la adolescencia en su cuerpo, su mente y su alma, y su pérdida no ayudó a una niña que se convertiría en una muchacha complicada alejándose de la alegre chiquilla que una vez fue. Aún así, cada vez que un año de desvanecía en el calendario, la vida pedía seguir abriéndose paso y al final llegó Juan y con él, Gabriela, la felicidad completa. Aunque la emoción la embarga al ver las fotografías de su pasado, éste ya no duele. Es amor verdadero lo que hay en cada imagen y desde luego no devolverá la caja al trastero. Mañana le enseñará las fotos a Gabriela y a su marido, y les hablará orgullosa de su infancia pobre pero inmensamente feliz.

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9 Comentarios a “92- Mi niñez. Por Maite Galán”

  1. Anquises dice:

    Maite, en un comentario que he hecho en otro relato (uno de los que más me gustan) decía que para ser perfecto me faltaba que el autor hubiera puesto más de si mismo en el texto (parecido han dicho del mio). Desde luego este no es tu caso. Aunque tal vez se podrían haber usado otros recursos estilisticos, ya te ha dicho lo del parrafo único, no creo que se pueda transmitir mucho más. Si estas dispuesto a dejarte conmover, tu relato lo consigue, para mí al fin este es el objetivo de la comunicación, llegar lo más hondo posible en el interlocutor.

    Gracias por tu relato y suerte.

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  2. leforeverdelamari dice:

    ..Y escuchar ese grito de mi madre, pregonando mi nombre en la ventana, mientras yo deshojaba primaveras…

    Qué no daría yo…No conservo mis cromos, ni mis recortables, ni ese muñeco al que continuamente estaba cambiándole los pañales.Sólo conservo mis cicatrices, unas canciones y el aroma a Heno de Pravía.Y la memoria, que no es poco.

    Mucha suerte, es muy tierno.

    lamari

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  3. Lovecraft dice:

    Suerte

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  4. sacha dice:

    Me gustó el relato. Y me gusta que emplees un solo párrafo, la infancia, en el recuerdo, es un todo que es muy difícil fragmentar. Enséñaselas a Gabriela y a Juan, aunque ellos nunca verán en esas viejas fotografías lo que has visto tú.
    Enhorabuena.

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  5. Hóskar-wild is back dice:

    Ese tipo de infancias, desgraciadamente, se va perdiendo o puede que se haya perdido para siempre. Las consolas, los móviles, la televisión, todos juntos forman un puente entre la niñez y la estupidez (en algunas personas más acentuada por lo que puedo percibir) de lo que convenimos en llamar la ‘etapa adulta’. Gracias por recordarnos que una vez fuimos niños. Suerte.

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  6. Maite Galán dice:

    Lovecraft: Agradezco tu crítica. Al escribir tuve más presente los sentimientos que quería expresar que la forma de transmitirlos y quizá eso no juega en mi favor. Nunca había escrito un relato. Esto era un reto y estoy aprendiendo. Gracias por tu sinceridad.

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  7. Lovecraft dice:

    Añoranzas. ¿Quién no las tiene y quien no se sentiría emocionado después de leer estas líneas? Solo un reproche, Maite Galán: ese único e interminable párrafo desanima al lector antes de empezar, lo que es una pena pues no que nos cuentas es digno de ser disfrutado.

    xoşbəxtlik

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  8. maria dice:

    Me ha hecho regresar s mi infancia y se nota que escribía el corazón.

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  9. Piar dice:

    Me parece que está lleno de magia y recuerdos que nos llegan muy hondo. Una narración limpia y espontánea.

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