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35- El soñador. Por Galileo

         Germán se despertó envuelto en sudor, amenazado por la lámpara de araña que desde el techo mostraba sus vértices como cuchillos. La habitación daba vueltas; estaba acostumbrado al carrusel que le proporcionaba el cóctel de resaca, dolor de cabeza y abulia. A medida que recuperaba la consciencia, se autoimponía el manido discurso de que sería la última vez que abusaba de las bebidas espirituosas, aunque sabía que el efecto del mensaje sería efímero. Si algo positivo había en el momento en que la ensoñación daba paso a la amarga realidad, recién evacuado de una noche tormentosa, es que hallaba entre las tinieblas del desconcierto algunas vetas de lucidez que le incitaban a reflexionar sobre su sombrío pasado y le hacían temer por su angustioso futuro.

            Las exiguas dimensiones del apartamento que habitaba en el casco antiguo de la ciudad lo expulsaron al balcón, a henchir de aire fresco los pulmones, a empaparse de la luz que entraba a raudales en el salón, a tratar de liberarse del zumbido que le perforaba los tímpanos. Se respiraba tranquilidad. Germán se acostó quemando la noche entre calles sucias y tapizadas por la humedad crepuscular y se levantó a mediodía de un domingo soleado: una estampa refulgente que invitaba a cualquier cosa menos a arrostrarla como una piltrafa parapetada tras una barandilla. Mas era su sino, quizá su penitencia. Se había convertido en un tipo solitario, un triste vendedor de seguros en el ocaso de su carrera personal y profesional que malgastaba su vida de noche y se arrepentía de día, que tomaba una copa para afrontar la realidad y otra para olvidarla. Divorciado, con una hija que no se ponía al teléfono, un trabajo precario que conservaba a duras penas porque su jefe estaba hecho de un pellizco del Buen Samaritano, se sentía un fracasado al que la vida no le permitía sino caminar por la tortuosa vereda de los perdedores: esa senda en la que solo hallaba una cama solitaria, si acaso compartida a ratos con alguna meretriz ávida de dinero, una nevera con telarañas y una despensa con algunas botellas y latas de comida preparada.

              ¿Dónde habían quedado los sueños? Esos anhelos de juventud que se fueron deshaciendo como un azucarillo en el café. Trató de degustar la vida en vaso ancho, con hielo, y los excesos le condujeron a pastar en el pesebre de la mezquindad. Todos los días de resaca se decía a sí mismo que no debió abandonar la carrera universitaria, casarse con la arpía que le arruinó la vida, probar los licores que ofrecen a las puertas del averno, rodearse de amigos con intereses espurios… Si hubiera aceptado aquel trabajo que rechazó, si no hubiera sucumbido a tantos embaucamientos, si se hubiera conducido de otra manera, pero terminó cayendo de bruces en un tren del que hay que saltar a tiempo. La vida proporciona escasas oportunidades para abandonar la espiral en la que cada cual se introduce; cada vez es más difícil escapar, y el camino de salida se descubre cuando las fuerzas para volver atrás han sido esquilmadas. Germán era consciente de todo ello, y eso le atormentaba, pero el paso de los años le dejó una salud diezmada, un corazón roto, un alma hipotecada y un futuro tenebroso. Encadenado al destino y abandonado a su suerte por todos los lo quisieron, acabó desterrado en un barrio que era a la vez purgatorio y consuelo, ratonera y libertad; sin duda, un hábitat peligroso para quien surcaba el proceloso abismo de las tentaciones sin mesura.

          La mañana era diferente. El sol en lo alto de su atalaya no impedía que el ambiente rezumara música de réquiem, aroma a venganza. Germán sabía que el crédito se había agotado. Vendió su alma y todos los plazos estaban ya extinguidos; demasiados deudores y nada que ofrecerles. El devenir se tornó irreversible. Aunque se había acostumbrado a encontrar una red inesperada al caer del alambre, en esta ocasión no cabía siquiera el recurso a los milagros. Los hechos acaecían según lo profetizado, se extendían lentamente como una mancha de aceite. De súbito, apareció ante sus ojos una especie de ángel de tez y ojos claros; una bella joven envuelta en un albornoz blanco. No recordaba su rostro, ni que hubieran pasado la noche juntos; sin embargo, tenía aspecto de recién aseada y se comportaba con la naturalidad de quien está en su casa. Enseguida reconoció que la prenda que la cubría era suya e intuyó que el zumbido que escuchaba debía provenir de la ducha. Todo indicaba que no era una desconocida. Para alguien acostumbrado a bailar en el filo que separa lo onírico de lo real, la escena era confusa: difícil discernir si escrutaba una bella ánima o una dama de carne y hueso.

         La figura femenina se acercó al balcón, mostrando delicadeza y gracia; parecía flotar sobre el piso. El sol magnificaba su esplendor, exhibiendo sus largas piernas cuando el albornoz se abría a cada paso que daba. Germán fabricó una sonrisa impostada y se frotó los ojos, arrobado frente a aquel espectro de la belleza; una visión que a la vez procuraba un agradable efecto narcótico y clarificador, despojando la mente de cualquier neblina. Cuando ya casi podía sentir su aliento, el albornoz se desanudó, abriendo en canal la desnudez de la muchacha. Por un instante pensó que podría gozarla, pero en sus ojos vislumbró la mirada de Caín. Al fin, veía con claridad la tentación revestida por una pátina de embeleco. Quizá fuera tarde, mas la sensación de poner freno a un deseo era un soplo de aire fresco, como descubrir que no estaba uncido al yugo de la desesperanza. El albornoz se deslizó con suavidad por el cuerpo de la joven hasta quedar arrugado a sus pies, en un gesto elegante, como una seda resbalando por una porcelana lacada. La imagen era una mezcla de sensualidad y deidad pagana, un ángel del Renacimiento esculpido sobre una nube, un regalo excelso para la vista. Germán lo paladeó con calma, sin la prisa en consumar los placeres que había marcado su existencia, examinando cada pulgada de aquella piel pálida e inmaculada. Ni en los mejores sueños hubiera imaginado un colofón más sublime para su miserable vida.

             El tiempo se agotaba. La paciencia del heraldo de la desdicha se disipaba con la misma celeridad que el humo en el aire. La joven alargó los brazos y estrechó a Germán, rodeándolo con suavidad, adhiriendo su anatomía a la de él mientras le acariciaba el cuello con los labios, sin llegar a besarlo. Germán deseaba un beso postrero; rescatar el anterior expedido con ternura entre los legajos de la memoria se antojaba una ardua empresa. Pero no fue posible. Su última percepción fue la de una lágrima resbalando por la espalda del ángel que guió la despedida, dejando un trazo brillante y sinuoso que se desvanecía poco a poco, sin dejar huella.

       Al día siguiente, la hija de Germán apareció por el apartamento. Tenía demasiadas llamadas en el contestador suplicando clemencia. Apenas abrió un resquicio en la puerta, intuyó que la velada había acabado en tragedia. Enseguida encontró a Germán tendido en el suelo, desnudo e inerte: una escena que siempre pensó que afrontaría más pronto que tarde. Violeta se arrodilló junto a su padre y le asió la mano. En su rostro se dibujó un gesto doliente. Así permaneció unos minutos, con los ojos cerrados, atravesada por multitud de sentimientos contradictorios, hasta que la presencia de su madre la sobresaltó. La ex mujer de Germán también pensó que el auxilio solicitado tenía un deje diferente, entre un adiós y un acto de contrición. Lo primero que hizo fue cubrir el cuerpo con una sábana. Violeta, oponiéndose al gesto de su progenitora, propio de quien tiene más prisa en amortajar que en dispensar un poco de cariño, retiró la cubierta hasta el pecho y acarició con mimo la cabeza de su padre, peinándolo repetidamente con los dedos.

        El tiempo transcurrió con la joven apostada junto al cuerpo inerte y la ex esposa paseando en silencio sus emociones, curioseando el caótico apartamento en busca de algún cigarrillo con el que mitigar el trance. Violeta sabía que su madre, en el fondo, ansiaba aliento, así que abandonó la incómoda posición que mantenía en el suelo y la abrazó. Cogidas de la mano, más relajadas, fueron al dormitorio a husmear entre los rescoldos de una vida. La habitación parecía el escenario de una lucha de gladiadores: sábanas por el suelo, una botella vacía y rota, restos de comida… Sobre la almohada llamaba poderosamente la atención un papel manuscrito en el que de forma poco legible se intuía el mensaje: «Aquí yace un soñador».

            –¿Esta nota es cosa tuya? –preguntó la ex mujer de Germán con tono airado.

          –Yo no bromeo en estas situaciones –respondió Violeta con firmeza–. Sabes bien que reprobaba tu plan, pero no me he dedicado a poner obstáculos en el camino­.

          –Vamos a calmarnos –sentenció la madre–. Las dos estamos nerviosas… Ya sabes que era la única solución. Estaba dilapidando la fortuna de tu abuelo… En su estado, esto tenía que llegar antes o después. Lo único que hemos hecho es adelantar su trágico destino… No hagas preguntas.

      El diario local recogió al día siguiente la noticia con desgana: «Fallecido en extrañas circunstancias en un apartamento del centro», rezaba el titular. Apenas una escueta nota entre anuncios para completar las monótonas crónicas deportivas de los lunes. La misma confusión que expelía la nota de prensa rodeó las últimas horas de vida de Germán y las emociones de su hija. Solo la madre de Violeta sabía realmente qué sucedió durante el último ensueño del finado.

         Pasaron los meses. Mientras la ex esposa de Germán tomaba el sol y leía la prensa en una terraza junto al mar, Violeta seguía dilapidando las tardes sentada en un acantilado, extraviando la mirada en el horizonte, imaginando la silueta de su padre en la línea que separa el mar del cielo, preguntándose si los sueños son un acicate o una frustración.

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9 Comentarios a “35- El soñador. Por Galileo”

  1. Sussan dice:

    Buenas imágenes y mucha desesperanza.
    Suerte.

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  2. Lotte Goodwin dice:

    Bien escrito y con afortunadas imágenes. Yo, en cambio, no hubiera sido tan explícito con el final. Lo hubiera dejado solo intuir…
    Suerte.

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  3. Dies Irae dice:

    Un saludo, Galileo.

    Una trama poco original que deja un agradable retrogusto. El buen oficio en la escritura tiene este poder.

    Suerte.

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  4. sacha dice:

    No me gustó, aunque reconozco sus valores.
    Suerte

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  5. Lovecraft dice:

    Una crónica descarnada del fracaso, la depresión y la desesperanza de un pobre hombre solitario y traicionado por las personas que más quiso. Y un ejemplo excelente de como se escribe, bien escrito, un buen relato. De lo mejor que llevo leído hasta ahora.

    «Su jefe estaba hecho de un pellizco del Buen Samaritano». No se si la frase es tuya o es un dicho popular (es la primera vez que la oigo) pero es buenísima.

    Te deseo τύχη, Galileo

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  6. Hóskar-wild is back dice:

    Vaya cúmulo de desdichas para este pobre hombre: vendedor de seguros resacoso, viajero del tren sin destino, ex de una arpía, bebedor de licores a las puertas del averno (¿garrafón?) y rodeado de amigos más que sospechosos. Sólo le faltaba ser hincha del At….. No lo voy a decir para no herir susceptibilidades. Suerte.

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  7. Aljibe dice:

    Uno de los mejor escritos que he leído hasta ahora. De seguro no pasará desapercibido.
    ¡Enhorabuena!

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  8. Caos dice:

    Me ha gustado. Salud

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  9. José Luis López Milla dice:

    Este relato es realmente bueno

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