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224- Esperanza. Por Alastor Brown

            Hacía frío. Se había levantado de madrugada, con los primeros rayos del sol, y la casa todavía no se había calentado. Se arrebujó bien dentro de la bata, previniendo un posible resfriado. Afuera, los contornos de los edificios comenzaban a adivinarse, mientras tímidos rayos de sol iban desterrando la oscuridad reinante.

            La cafetera comenzó a silbar, y se apresuró a sacarla del fuego. Mientras vertía su contenido en una taza, observó la pared de la cocina. Decenas de fotografías se acumulaban en ella, mostrando imágenes de un hombre y un niño realizando distintas actividades: montando en bicicleta, en lo alto de una montaña… Paulatinamente, las imágenes mostraban el crecimiento de ambos. La más reciente mostraba al hombre ya entrado en la cincuentena, junto a un joven próximo a la treintena. Ambos conservaban rasgos fisonómicos de las fotos más antiguas, que habían perdurado a lo largo de los años.

            En aquella foto, padre e hijo se encontraban en una estación de autobús. Ambos sonreían. El joven sujetaba una maleta entre las piernas, y rodeaba los hombros de su padre en actitud confiada. El padre irradiaba una cálida sensación de alegría, mientras sujetaba entre sus manos el billete de autobús que su hijo había adquirido. Padre e hijo disfrutaban de aquel momento, de aquella sensación, que había sido inmortalizada a la perfección por el objetivo.

            Con un ligero temblor, el hombre extendió el brazo y acarició la imagen de su hijo. Aquellos dedos arrugados, con las articulaciones ligeramente deformadas por la artrosis, se deslizaron sobre el rostro confiado que le sonreía. Una solitaria lágrima acudió a sus ojos, se deslizó por su mejilla y cayó junto a la taza del café que se acababa de servir, y que se iba enfriando lentamente.

            Cuando terminó su exiguo desayuno, se vistió y se dirigió al balcón. La ciudad comenzaba a despertarse. Pero aquel no era un despertar habitual. No se trataba de un amanecer bostezante, mortecino, que da la bienvenida a un día monótono y rutinario. Aquel amanecer estaba lleno de alegría, de esperanza, de promesas. En todas las casas se oían gritos, carreras, sonidos provocados por los desayunos al ser servidos en las mesas. Pero lo que más llamaba la atención eran las risas. En cada piso, en cada escalera. En cualquier esquina de cualquier calle. Los mayores les reían cualquier tontería a los más pequeños, y éstos se contagiaban de la alegría presente, originándose así una algarabía que no dejó de aumentar en toda la mañana.

            Tras coger la gabardina y el bastón, se sentó en el salón y observó la hora. Aún faltaba media hora. Mientras esperaba, encendió la radio. Los mensajes se repetían una y otra vez, esperanzadores. Los locutores hablaban atropelladamente, interrumpiéndose los unos a los otros, tratando de hacer partícipes a los oyentes de los fuertes sentimientos que les embargaban. Sonrió.

Esos mismos sentimientos habían inundado su corazón el día anterior, cuando había oído la voz de su hijo al otro lado del auricular.

Papá… se ha acabado.

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            Se ha acabado. Aquella frase aún resonaba en sus oídos. Se ha acabado. Al principio no le creyó. Pero poco a poco había crecido la fiesta en las calles, con una alegría que sólo se explicaba de aquel modo. Minutos después, los vecinos acudían en tropel a confirmarle la noticia, de camino a las celebraciones: se había acabado.

            Había sacado la mejor botella de vino la noche anterior. Pero no la abrió. La reservaba para aquel día, para disfrutar de aquel vino con quien había disfrutado los mayores placeres de la vida. Con aquella persona que, tras faltar su esposa, había ocupado para siempre el primer lugar en su corazón.

            Cuando el reloj marcó las diez menos cuarto, recogió la botella de la cocina y se dirigió hacia la puerta de su casa. No miró atrás. Sabía que, muy probablemente, pasaría algún tiempo hasta que regresara a su casa. Pero aquello no le apenó. Con paso firme, salió al rellano, bajó las escaleras y salió a la calle.

            Mientras caminaba por las calles, se unió a la felicidad de la gente que le rodeaba. Aquellas personas reían, cantaban, bailaban y parloteaban, creando un ambiente jamás visto en años. Acelerando el paso, alcanzó a la familia que vivía justo debajo, y todos le recibieron con abrazos, besos y exclamaciones de alegría. Los niños corrieron a su alrededor, chillando emocionados sin saber muy bien por qué.

            Conforme se acercaban a su destino, una creciente sensación que no podía describir comenzó a inundarle. Aquellos sentimientos, que tanto tiempo llevaban eludiéndole, aparecieron de golpe. Sintió nerviosismo, alegría, preocupación, ansiedad… En aquel momento uno de los pequeños se acercó y le cogió de la mano, y toda aquella vorágine desapareció de repente, transformándose en una cálida sensación de paz.

            Poco a poco, fueron alcanzando al grueso de la gente. Se encontraban aglomerados junto a uno de los accesos, mientras los guardias trataban de poner un poco de orden sin mucho éxito. Levantando la vista, contempló las alambradas, los puestos de vigilancia… y aquel muro, aquella odiosa construcción que tantas penurias había ocasionado. Tantos y tantos años de sufrimiento tocaban a su fin. La gente cruzaba al otro lado sin impedimentos. Saboreó aquel momento, sintiendo que el sueño de todas aquellas personas se acababa de cumplir.

            Le tocaba cruzar a él. Lentamente fue avanzando, ayudado por el bastón. Uno de los guardias abandonó su puesto y le agarró del brazo, con el fin de ayudarle a cruzar. El niño que le había acompañado regresó con su familia, no sin antes dedicarle una radiante sonrisa. Un paso tras otro, fue dejando atrás veintiocho años de su vida, una vida que estaba a punto de volver a empezar.

            Y así fue como se encontraron. Tantos años después, así fue como le vio su hijo, quien se había convertido en un hombre maduro. Así fue como la historia les recuerda, corriendo uno a los brazos del otro, a pesar de la artrosis, del bastón y de la edad. Y así fue como se fundieron en un largo abrazo, un abrazo que compensaba aquellos largos años de sufrimiento. Un abrazo interminable, en medio de las calles berlinesas, que transformó la cara de aquellos dos hombres, pudiendo adivinarse en sus rostros llenos de felicidad la sombra de lo que fueron hacía veintiocho años, en aquella estación de autobús.

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4 Comentarios a “224- Esperanza. Por Alastor Brown”

  1. Lovecraft dice:

    Para quien vivió esta experiencia, debió ser algo parecido a lo que cuentas. Coincido con Dies Irae y Hombre sin Abrigo respecto a las cuestiones técnicas.

    Ánimo y suerte

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  2. Hóskar-wild is back dice:

    Una nueva historia sobre algo que no deberíamos olvidar: como el capricho de unos pocos que manejan los hilos de la política son capaces de truncar vidas, de crear sufrimiento y de separar destinos. No importa el credo, ni el color. Sólo la ambición por lo que creen que es el poder. Suerte.

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  3. Hombre sin abrigo dice:

    Me gusta el relato, es un círculo perfecto. Empieza y termina en el mismo punto. Sin embargo, creo que hay expresiones que son un tanto redundantes. Un buen ejercicio de criba y este trabajo será una opus magister.

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  4. Dies Irae dice:

    Hola, Alastor Brown.

    Me gusta como has recreado un momento clave de la Historia.

    El relato tiene algún fallo de estilo, en mi opinión. Creo que con una buena revisión, mirando qué sobra por redundante o innecesario, y qué podrías cambiar para evitar expresiones demasiado manidas, ganaría mucho.

    Felices escrituras y suerte en el concurso.

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