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204- El manuscrito. Por Alejandro Buendía

El teléfono sonó de repente. Ignacio, irritado, lo cogió.

«Ignacio, soy Carlos. Oye, no te quiero meter prisa pero hace semanas que no das señales de vida y ya sabes que la semana que viene necesitaría el manuscrito…»

«Carlos» – le interrumpió él – «¿cuánto tiempo hace que trabajamos juntos?»

«Diez años» – le contestó el otro.

«¿Y cuantas veces no he entregado un manuscrito a tiempo? – le preguntó secamente.

«Bueno, ninguna pero…» – comenzó la voz al otro lado del teléfono.

«Pues deja de joder» – fue su respuesta fulminante mientras colgaba el teléfono de golpe.

Ignacio se quedó mirando el maldito cursor parpadeando delante de él. Llevaba así más de tres horas, contemplando la dichosa barra vertical apareciendo y desapareciendo con su inmutable frecuencia. La vena de su frente adquiriendo un volumen alarmante, la irritación llegando a niveles inverosímiles.

Llevaba tres semanas sin poder escribir una palabra, justo cuando su novela estaba llegando al clímax. «Diecisiete libros, joder» – pensó para sus adentros – «Diecisiete libros y aquí estoy, pasmado mirando la pantalla como un pardillo escribiendo su primer relato para un concurso de barrio.»

Cuatro noches sin dormir, una colección inacabable de pastillas y, como no, la botella de brandy a medio acabar a su lado, no ayudaban a que el humor de Ignacio – ya de por sí arisco – mejorara. Ignacio tomó un trago y no pudo evitar pensar en lo patético que era ver hasta que punto se había convertido en el arquetípico estereotipo de escritor. En ese momento, se odió a sí mismo con tal intensidad, con tal asco, que casi pudo sentir la bilis comenzando a recorrer el camino vertical desde el hígado hasta su garganta, como si su cuerpo quisiera corroborar de manera física, tangible, la impresión que tenía de sí mismo.

Ignacio no era un hombre feliz. Nunca lo había sido, no podía serlo. Su personalidad, simplemente, no lo permitía. Si le hubieran preguntado, ni siquiera hubiera sabido explicar qué era eso de la felicidad. Su mujer. Sus hijos. Su piso enorme, sus coches o su dinero. Nada le hacía feliz. En toda su vida, lo único que le había proporcionado algo remotamente parecido a la felicidad era sentarse frente a su ordenador y escribir. Escribir, escribir y escribir. Vomitando miles de palabras durante horas, días, hasta completar sus novelas mastodónticas. Las cuales, por cierto, se vendían muy bien. Pero eso a él le daba igual. Lo dicho, el dinero no le hacía feliz. La fama no le hacía feliz. Ni siquiera el halago, el saberse poseedor de cierto talento le hacía feliz.

Siendo estrictos, el acto de escribir, en sí mismo, tampoco le hacía feliz. No como manera de expresar ideas o sentimientos, como catarsis de demonios interiores o como recolección de experiencias pasadas o de sueños inalcanzables, como suele ser el caso con la mayoría de los mortales que, a través de la historia, han agarrado alguna vez una pluma y se han sentado frente a un papel en blanco. La escritura, para Ignacio, era, a falta de mejor analogía, el equivalente al rezo para un devoto. La única manera de acallar el ruido incesante en su cabeza. El único momento en que encontraba algo de paz.

Desde hacía tres semanas, ya ni siquiera le quedaba eso. Y el ruido se estaba convirtiendo en insoportable.

Ignacio supo ya desde niño que era diferente al resto. Era algo obvio, al menos para él. Los demás solamente veían a una persona distante, con un carácter algo tosco y que raramente sonreía, pero nadie realmente sospechaba cuan hondo era ese pozo. Ignacio tenía una falta casi absoluta de empatía. Apenas la suficiente para que, combinada con su habilidad para fingir emociones, le permitiera funcionar en sociedad sin que la gente se preocupara demasiado por su carácter algo extraño. Un día, cuando era un adolescente, se había puesto por pura curiosidad a indagar un poco sobre el tema y creía haber descubierto que era lo que los psiquiatras denominan un «sociópata de alto funcionamiento». A veces se preguntaba qué habría dicho Isabel si lo supiera, pero lo cierto es que le daba exactamente igual. Pobre Isabel, podía imaginar su cara de pánico, llamando a su madre en pleno ataque de nervios pidiéndole consejo, como siempre hacía cada vez que tenía un problema doméstico. Ésta, a su vez, le soltaría que cómo se había podido casar «con un loco de esos», y que llamara a la policía, que tenían gente para estas cosas, y que había un teléfono del maltrato y que…

Y así durante horas. Dichosa mujer, no callaba nunca.

A propósito de Isabel, Ignacio a veces también se preguntaba qué debía haber visto en él para seguir juntos ya después de tantos años y decidirse incluso a criar dos hijos con él. Ignacio suponía que siempre habría mujeres que se sentirían atraídas por hombres de éxito y seguros de sí mismos, incluso aunque dejaran bastante que desear en el terreno afectivo. No nos engañemos, nadie podría haber acusado a Ignacio de ser un hombre cariñoso: sería igual que esperar que un manco pudiera jugar a tenis. Por otra parte, siempre era correcto y relativamente atento, por lo menos de una manera superficial. Isabel nunca pareció darse cuenta. O más probablemente, tomó la decisión, hace ya mucho tiempo, de ignorar todos los pequeños detalles que, a pesar de las excelentes dotes dramatúrgicas de Ignacio, delataban definitivamente que había algo extremadamente dañado dentro de él.

Con sus hijos las cosas eran más sencillas, eran aun demasiado pequeños para notar estas cosas. Ignacio cumplía con su papel de padre de manera escrupulosa, jugando con ellos, comprándoles regalos, regañándolos cuando se portaban mal. Un padre normal a todos los efectos. Quizás no le brillaran los ojos de orgullo al hablar de ellos, o los abrazara con el amor incondicional y la ternura que los padres reservan a los hijos. Una observación cuidadosa nos hubiera revelado que su interacción con ellos no era una función del amor, sino el producto de un cuidadoso estudio por parte de él de las obligaciones y actividades que se le presuponían como padre, casi como el resultado de una ecuación. Y a pesar de todo, lo cierto es que los estaba educando de manera más que correcta y nunca les faltaba de nada. Ignacio veía su desempeño como padre como una labor perfectamente adecuada por el momento, ya tendría tiempo de preocuparse de los detalles más adelante.

Ignacio siguió mirando el cursor, su parpadeo regular de metrónomo recordándole que la página seguía en blanco.

De sus diecisiete novelas publicadas, las últimas doce tenían al mismo personaje como protagonista, Nicolás Amalfi, un periodista sumergido en intrigas políticas y criminales que regularmente llevaban a los libros de Ignacio a la lista de los más vendidos cada año. Como era de esperar, desde la editorial estaban más que encantados de que Ignacio siguiera con la saga, y así se lo hacían saber con sumas de dinero cada vez más absurdas por cada nueva novela.

Era consciente del agotamiento que sus historias sufrían progresivamente con cada nuevo libro publicado, y de como cada vez le costaba un poco más escribir. Ignacio era espectador de excepción de un proceso lento pero irreversible, una especie de artritis narrativa que había culminado en el bloqueo que venía sufriendo desde hacía semanas, pero no era capaz de vislumbrar una salida al problema.

Ignacio se frotó las sienes en un gesto universal de cansancio y, en su caso, de puro hastío. El ruido en su cabeza no le dejaba pensar con claridad.

Y de repente lo vio claro. La respuesta frente a él, tan simple, tan obvia. No podía creer que no se le hubiera ocurrido antes: Iba a matar a Nicolás. Muerto el perro se acabó la rabia, como solía repetir su padre. La solución a todos sus problemas algo tan sencillo como una simple muerte y nunca antes se le había pasado por la cabeza.

Una vez tomada la decisión, el camino a seguir se iluminó frente a él. El resto de la historia tomó forma de manera precisa en su mente e Ignacio se puso a escribir de manera compulsiva, febril. Mientras lo hacía, una expresión muy poco característica alumbraba su rostro. Estaba sonriendo.

Horas después, ya entrada la madrugada, finalmente acabó. Cogió el teléfono y marcó un número.

«¿Qué pasa? ¿Sabes que hora es?» – preguntó una voz adormilada al otro lado.

«Carlos. Ya está.» – dijo Ignacio simplemente.

«¿Ya está qué? – preguntó la voz confundida – «¿¿el manuscrito?? pero si creía que…»

«Te lo estoy enviando ahora mismo por correo electrónico» – le interrumpió Ignacio. «Ah, y oye, esta vez no hace falta que te preocupes mucho de la promoción del libro, éste se va a vender solo» – añadió de forma algo críptica.

«¿A qué te refieres? – preguntó Carlos, curiosidad mezclada con cierto tono de preocupación en su voz.

«Tranquilo, ya lo verás» – respondió él.

Colgó el teléfono y se quedó sentado a oscuras durante un largo rato disfrutando del silencio. Seguía sonriendo.

Al cabo de unas horas, cuando el sol comenzaba a dejarse ver, se levantó, cogió el vaso de brandy y salió a la terraza. La mañana de octubre era fresca pero agradable. Se apoyó en la barandilla con el vaso en la mano, observando la ciudad despertando bajo sus pies. Los coches eran pequeñas luces que se movían arriba y abajo, la gente en las aceras como hormiguitas laboriosas, yendo de un lado a otro centradas en la tarea asignada.

Ignacio tomó un sorbo y dejó el vaso vacío encima de la barandilla. Su rostro había vuelto a la inexpresividad casi completa que le caracterizaba.

A continuación saltó al vacío, el ruido en su cabeza ya comenzando a despuntar de nuevo mientras caía.

 

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4 Comentarios a “204- El manuscrito. Por Alejandro Buendía”

  1. Hóskar-wild is back dice:

    Lo que hacen algunos por vender unos centenares de ejemplares. La búsqueda de nuevas historias, situaciones, personajes, bajo la atenta mirada del parpadeante cursor o la escuálida figura del lápiz sobre el papel en blanco, puede ser una obsesión difícil de digerir para mentes atormentadas.Suerte.

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  2. Alejandro Buendía dice:

    Gracias a los dos por los comentarios, me alegro que haya gustado aunque sea un relato sin demasidas pretensiones. Sobre el final, lo cierto es que le di bastantes vueltas a cómo terminar la historia y al final me decidí por ese camino. Por curiosidad, ¿cómo la habrías acabado tú?

    El apellido es, obviamente, mi pequeño homenaje al maestro. Gente como él nos enseña porque la escritura es mágica. 🙂

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  3. Bonsái dice:

    Alejandro Buendía:

    El apellido que has elegido me suena de algo… hmmmmm, qué será… jejejjeeje. Aureliano Buendía ya tenía serios problemas psicológicos, según nos lo pinta Márquez.

    Tú has volcado en el espíritu de un escritor un vacío incapaz de ser llenado, por nada, salvo por el hecho de darle a la tecla sin cesar.
    No hubiera sido mi final elegido, pero el impacto final está logrado.
    Me ha entretenido y describes bien a tu personaje y su obsesión por la escritura, así como su falta de emociones ante los diversos aspectos de la vida.

    Un abrazo.

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  4. Lovecraft dice:

    No es broma: este mediodía, durante la comida, advertí seriamente a mi familia que a mi muerte no quería ningún tipo de homenaje póstumo, y mucho menos del tipo de publicar un libro que me hiciese por fin famoso. Conmigo y con mis gusanos habrá de morir toda mi obra que no me haya trascendido en vida. Por eso me parece fatal la decisión que tomó Ignacio, por muy conveniente que resulte desde el punto de vista comercial. Ya sé que él no lo ha hecho con esa intención, y que no es más que una víctima de su propio vacío existencial, arrastrado parece ser desde la misma infancia. Todo ello, por cierto, muy cabalmente relatado por Alejandro Buendía.

    Suerte en el certamen (nunca tires la toalla como hizo tu protagonista)

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