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168- Si puede ser, que me pille durmiendo. Por Aurelius

La muerte vino a por ella mientras descansaba; entró  sin hacer ruido, sin avisar,  de puntillas, con premeditación y nocturnidad, como un vulgar ladronzuelo.  Tal y como ella hubiese deseado; siempre la misma retahíla, cuando llegue, que no me entere, si puede ser, que me pille durmiendo. No creo que se acordara. Tampoco de esto. Quizás. Quién sabe.

Ahora me queda dibujar de nuevo mi camino con trazo grueso y firme, diseñarlo sin contar con su ayuda. No sé si lo lograré; ella, mi madre, era el motor que me hacía alcanzar velocidades increíbles, con la seguridad de que nunca, jamás podría colisionar; el alma de mi propia vida.

         Aún recuerdo aquella mañana en la que las señales de alarma se activaron, la primera de otras tantas. Como todas lo días desde que me casé hace ya veintitantos años, antes de ir al trabajo, pasé por casa de mis padres; un café y una sonrisa suavizaban la jornada. Rebusqué las llaves en el bolso, abrí la puerta de entrada, me deslicé por el pasillo despacio, con cuidado; papá había tornado dormilón con la edad. Mamá decía que su colchón tenía alfileres. Siempre me aguardaba con un café recién hecho y unos churros deliciosos, crujientes y humeantes; aún hoy se me hace la boca agua al recordarlo. Nunca le dio pereza cocinar; en eso no coincidimos. Parece que la estoy viendo moverse por su cocina, con una energía inusual para mí a esas horas; soy como una marmota, nunca me gustó madrugar, me encanta dormir y dormir, y no consigo despejarme hasta bien entrada la mañana. Y ella, mamá,  siempre estaba allí para mí, con esa sonrisa que se le escapaba del rostro, con un café bien cargado y una colección completa de besos y abrazos. Todos los días, sin fallar ni uno solo.

Sin embargo, esa mañana, al traspasar el umbral, me recorrió un escalofrío. Pasé mi mano por delante de mi rostro, como si quisiera espantar alguna mosca, y así apartar el mal presentimiento que comenzaba a anidar en mí. Frente a la puerta de la cocina, me detuve, escuché; nada, ni el trinar de un pájaro. Sólo el silencio. Y allí, plantada, como si mis pies hubiesen germinado y echado raíces, percibí aquello que echaba en falta; el aroma del café no se había extendido por la casa; era extraño que mi madre y su  eterna sonrisa permanecieran aún en el dormitorio. Avancé hasta él por el pasillo, que se me antojó larguísimo, al ritmo de un caracol; las manos comenzaron a sudar por su cuenta, como si fuesen libres para ello;  el corazón trotaba en mis sienes, mis piernas temblaban ligeramente. Empujé suavemente la puerta, que crujió más de lo esperado. Un gruñido paterno y los ojos abiertos en exceso de mi madre, asustados, me recibieron.

–          Pero, niña, ¿qué haces aquí?, ¿sabes la hora que es?, ¿sucede algo? – preguntó mientras se incorporaba en la cama y se frotaba los ojos con fuerza.

–          Mamá, ¿te encuentras bien?

Se llevó un dedo a los labios, miró cómo mi padre se removía en su cama y de un pequeño salto se levantó. Tras desperezarse a gusto – parecía  que  su cuerpo se iba a descoyuntar –  salió del dormitorio de puntillas, entró en el cuarto de baño y me pidió que la esperase dos segundos. Obediente, me dirigí hacia la cocina, subí las persianas dejando que un chorro de luz me inundara; después abrí el armario, saqué la cafetera y tras verter el café en ella, la puse al fuego. En breve, ese aroma tan característico impregnaría todos los rincones de la casa; ese aroma que, invariablemente, me transportaba a la niñez, con mi madre achuchándome antes de salir de casa cada mañana, daba igual la edad que yo tuviese. O mi padre, cuando ya caída la tarde llegaba del trabajo, de puntillas se acercaba por detrás a donde yo estuviera y, tapándome los ojos y distorsionando su voz preguntaba, ¿quién es la niña más guapa del mundo? Todos los días.

–          Bueno, pequeñita, cuéntame.

La voz de mi madre me hizo regresar al presente.  Pequeñita, así me llamaba, nunca se dirigía a mí por mi nombre de pila; le recordaba demasiado a su suegra, decía, lo único malo que tiene tu padre. Y siempre, siempre, siempre, removía la ternura en mi interior.

La miré fijamente a los ojos, aquellos ojos que mutaban de color según el estado de ánimo, como si fuera un camaleón; brillantes, serenos, sinceros. Observé dos bolsas violáceas que se habían acomodado bajo ellos, rompiendo la armonía de aquel rostro tan perfecto.

–          Mami, ¿qué te sucede? – pregunté aprisionando su rostro entre mis manos a la vez que besaba sus mejillas.

–          ¿A mí?  ¿Que qué me sucede? Pues nada, pequeñita, qué me va a pasar. Ven, siéntate. Por cierto, ¿qué día es hoy?, ¿domingo?

–          No, mamá, es lunes; el domingo fue ayer, ¿lo recuerdas? No pude venir, estuve haciendo limpieza general en casa: seguro que te lo comenté, ¿o no? Qué cansancio; entre semana, no me da el tiempo para mucho. Ha sido un fin de semana agotador. Y un aburrimiento. Limpia que te limpia, ordena que te ordena; vamos, un petardo.

–          Claro, claro, qué despiste. Bueno, siéntate y tomamos ese café, ¿no? ¿Qué vas a hacer hoy?

–          Lo que quieras, podríamos dar un paseo, o acercarnos a comprar las sillas que decías necesitabas. Ve a darte una ducha, vístete y nos vamos. Venga, ya recojo yo la cocina.

Tan pronto como escuché el grifo de la ducha, saqué de mi bolso el móvil con manos expertas acostumbradas al caos, marqué el número de teléfono de la oficina, alegué un terrible dolor de cabeza y fiebre de 38º. Llamé después a mi marido, le esbocé lo sucedido y alarmada,  pedí su consejo; nada, mujer, si tu madre es más fuerte que todos nosotros juntos, te preocupas demasiado, anda, no le des más vueltas, seguro que no es nada.

Pues qué alivio, pensé, vamos, tengo un marido que será buena gente, pero ayudar, lo que se dice ayudar…, para él nunca nada es importante. Salvo los partidos del domingo, eso sí, sagrado.

Después, en dos zancadas me planté en la cabecera de la cama de mi padre que aún dormía, ajeno a mis tribulaciones.

–          Papá, papá – musité  con suavidad en su oído.

Ni el más mínimo movimiento, ni tan siquiera un leve parpadeo. Atenta al sonido de la ducha, con un ojo en la puerta del cuarto de baño y otro en mi padre, que no dejaba de roncar, le zarandeé hasta conseguir que uno de los párpados se abriese lentamente, para volver a cerrarse inmediatamente.

–          Papá, por Dios, despierta, tengo algo muy importante que quiero comentar contigo, antes de que mamá salga del cuarto de baño. Ya sabes que no le gusta que cuchicheemos a sus espaldas.

Definitivo. Que yo quisiera compartir algo con él y excluir a mamá, picaba su curiosidad. Como si tuviera trece años, se incorporó de un salto, cogió el batín que yacía en el suelo, y haciéndome  una señal con uno de los brazos, como si fuera un policía municipal dirigiendo el tráfico, salimos del cuarto tan rápido como una ráfaga de aire.

Angustiada, escuché cómo  quitaba importancia al suceso y con un no es la primera vez, se está volviendo muy despistada con los años, su cabeza ya no es la de antes; normal, hija, normal, la edad cobra su factura; antes o después, pero la cobra… Volvió a la cama sin mirar atrás, se cubrió con las mantas y cerró los ojos dando por zanjada la conversación.

Que no era la primera vez, pensé, que se está volviendo muy despistada…Nada me cuadraba; mi madre, que parecía una agenda con pies, y de ello presumía, siempre tan germánica en sus costumbres, de repente comenzaba a desvariar. El ruido de la puerta me hizo abandonar mis cavilaciones por un instante. Allí, frente a frente, mi madre me miraba extrañada.

–          Pero, pequeñita, ¿qué haces aquí todavía? Vas a llegar tarde a trabajar, y no está el horno para bollos. Venga, anda, recoge tu bolso y sal zumbando.

Un beso de refilón, un adiós, y una carrera desenfrenada en la que mi  cabeza se perdía antes de llegar a la meta. La velocidad de lo que fuere que a mi madre le estaba destrozando, me asustaba.

Y un día se acercó a sacar dinero de un cajero, y no recordaba el número secreto de su tarjeta.

 Y otro salió a pasear sin percatarse de que dejaba el fuego de la cocina encendido.

 Y otro no recordaba dónde había aparcado el coche.

 Y otro, y otro, y otro.

Haciendo caso omiso de las recriminaciones de papá y de mi marido, la intenté convencer para acudir al médico.

–          Ya lo sé, mamá, sé que no te ocurre nada, pero como sabes que yo desde niña he sido muy, muy aprensiva, no creo que  ir al médico sea una mala idea. Sé que soy una pesada, tu mirada te delata. En fin, ¿me harías ese favor? Me quedaría  mucho más tranquila. Por favor, mamá.

El diagnóstico, demoledor. Sólo la palabra nos hizo temblar. Alzheimer, repitió el médico hasta tres veces. Alzheimer, pensó mi  madre aferrada a mi mano; qué enfermedad tan cruel, ¿verdad, doctor? Mi padre, con el rostro ceniciento, se enjugó una lágrima, dio media vuelta y, sin despedirse, salió de la consulta dando un portazo. Mi madre, inmóvil en la silla, ni giró la cabeza. Se limitó a comentar que no lo aguantaría;  mi padre huía de los médicos, como si les tuviera alergia.

Y tal como mi madre exigió, el médico fue relatando uno por uno los posibles síntomas y las consecuencias derivadas de la enfermedad.  Estoica al principio, sus murallas caían, se derrumbaban haciéndose añicos en el foso construido alrededor.

Una y mil vueltas. Una y mil consultas. Una y mil negativas. No hay cura, repetían hasta la saciedad.

Carcomida por el dolor, pedí una excedencia en el trabajo, y me instalé en casa de mis padres, en mi antiguo dormitorio que, curiosamente, permanecía igual que cuando yo vivía allí, hace ya tantos años…

Y día tras día, la enfermedad avanzaba a paso de gigante, apropiándose de la esencia de mi madre. Momentos de lucidez que iban disminuyendo con el paso de las horas. Incluso de los minutos. Momentos de tristeza que iban aumentando convirtiéndola en casi un espectro. Bajar a por el pan al súper de siempre y perderse; o no saber porqué se encontraba en la calle; olvidarse de cómo conducir; negarse  a tomar la medicación como si fuese una niña pequeña, testaruda y malcriada; no acordarse de cómo masticar,…Nada fue tan demoledor como el día que con los ojos llenos de lágrimas, asustada,  preguntó quién era yo.

–          Mamá, soy Ángela, tu hija.

–          Mi hija se llama Pequeñita. Ángela es un nombre feo. No me gusta.

–          Yo soy Pequeñita, mamá.

Y como si la hubiesen sacudido por dentro violentamente, me miró a los ojos muy fija, sin parpadear, como si quisiera aprenderse mis rasgos de memoria, me acarició el rostro con suavidad, apretó mi mano y con lágrimas que rodaban silenciosas por sus mejillas, dijo que ella nos quería demasiado, no soportaría perder en la despensa de la memoria a sus seres más queridos.

El resto, para olvidar. Su cuerpo, tendido sobre la cama. Y encima de la mesilla de noche, varios frascos de pastillas vacíos.

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19 Comentarios a “168- Si puede ser, que me pille durmiendo. Por Aurelius”

  1. Aurelius dice:

    Pigmalión, después de la resaca delas fiestas navideñas, he leído tu comentario. Mil gracias por detenerte aquí y mil gracias por tu comentario; me alegro que el relato te gustara.
    Feliz año para ti también

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  2. Pigmalión dice:

    Aurelius:

    Llego con mi tartita (bien de estrellas como velas) de buena vecina para felicitarte por tu relato. ¡Vaya vecinos que tengo! ¡Qué nivel!, estoy rodeada de «buen gusto y mejor hacer». Grave problema el que nos cuentas, es curioso que sean varios los participantes que habéis elegido este tema (de momento yo he leído Recuerda y el tuyo), esto nos da idea de lo extendido que, desgraciadamente, está entre nosotros y de lo demoledor que es. Me sigue resultando curioso que tanto Recuerda como tu relato, sean de estilos tan diferentes tratando el mismo tema. Esto es bueno. Centrándome en tu relato te digo que me ha gustado por su ternura, por su frescura,por su estilo limpio, por su prosa ágil y por esa -aparente- sencillez que es tan difícil de conseguir. Por todo esto -¡casi ná!- , tienes mi voto.

    Aprovecho para felicitarte el Nuevo Año

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  3. Aurelius dice:

    Gracias por tus palabras, Rulfo; saben muy bien.
    Y qué no hicieron nuestros padres por nosotros; qué menos que atenderles cuando lo necesitan.

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  4. Rulfo dice:

    Una enfermedad dura y sin concesiones; desde que surge, se sabe ya el final. Pero no sé si es porque se ha escrito mucho sobre este tema o por qué, pero a mí lo que más me ha impresionado ha sido esa hija que muchos quisiéramos tener. Yo, de momento, no me quejo, pero cuando las cosas se tuercen…. Escritura muy directa, sin probabilidades de perderse y poniendo las comas cada una en su sitio, para facilitar su lectura. Enhorabuena, Aurelius
    Suerte

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  5. Aurelius dice:

    Hóskar, esto es así, estamos en un mundo donde una parte de la gente se mueve por intereses económicos; y si no da lo suficiente, pues a otra cosa. Con los años mi escepticismo ha crecido, aunque siga confiando en la bondad de otra gran parte de las personas.
    Sol, es cierto, la impotencia es la palabra clave; vemos sufrir, sufrimos, y no podemos hacer mucho para aliviarlo; pero es indudable que hay que estar con ellos, apoyarles en todo momento; aunque sepamos que al final todo se perderá, seguro que sienten el amor que se les transmite.
    Gracias a los dos por deteneros en mi relato.

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  6. Sol dice:

    Sé de que se trata y de la impotencia que se siente frente a esta enfermedad.
    Mis felicitaciones por tratar un tema tan cruel que pasa tan a diario.
    Un saludo
    Sol

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  7. Hóskar-Wild is back dice:

    Nada está tan terrible como perder los recuerdos y las referencias que nos anclan al entorno. Lástima que se dedique tan poco dinero a la investigación de las causas y a las medidas paliativas, cuando afecta a cientos de miles de personas. Relato que encoge el corazón. Mucha suerte

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  8. Aurelius dice:

    Bueno, ¡¡qué ilusión me ha hecho encontrar tantos comentarios!!
    En primer lugar decir que he querido tratar este tema, espinoso para muchas personas, con el mayor respeto y cariño posible.
    Majica, que te haya atrapado significa todo para mí; te agradezco el comentario.
    Bonsái, mil gracias, tus palabras me llenan de satisfacción.
    Horner, gracias a ti también, no es un tema fácil.
    Abuelo, me han encantado tus palabras, «precioso en la forma y estremecedor en el fondo»; echaré un vistazo a lo que me dices del «se».
    Gracias a todos por leerme y comentar.
    Un abrazo.
    -Y, por cierto, no es autobiográfico,pero todos conocemos personas que luchan contra este terrible enfermedad y en unos casos finaliza de una manera y en otros de otra-

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  9. El asesino de Morfeo dice:

    Con permiso de Aurelius….¡Que bién, abuelo, te echaba de menos! hacía tiempo que no sabía de ti.

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  10. Abuelo dice:

    Ignoro si fue el azar el que me llevó a leer este relato en el día más apropiado: el primero de noviembre.
    En el tercer renglón del tercer párrafo, eché de menos un «SE», «papá SE había tornado dormilón con la edad». Un despiste insignificante en mitad de un relato monumental. Precioso en la forma y estremecedor en el fondo. Escrito con la ternura de una hija que todos desearíamos tener en un caso así. Me uno al asesino de Morfeo en cuanto a que espero que no se trate de un relato autobiográfico. Pensando en nuestra propia muerte, gracias a Dios no sabemos ni el «cómo» ni el «cuándo»; con saber el «qué», ya vamos servidos.
    Fortuna, Aurelius.

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  11. Horner dice:

    Muy bueno, megusta cómo trataste un tema tan duro.
    Saludos

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  12. Bonsái dice:

    Aurelius:
    Muy bien narrado. Has hecho que entrara en la trama sin darme cuenta. Abordas un tema serio con acierto y destreza.
    Buen trabajo.
    Un abrazo.

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  13. Majica dice:

    Aurelius, un relato que podría estar basado en la realidad de tantas y tantas personas que sufren esta terrible enfermedad. Bien escrito y que consigue atrapar.
    Mis felicitaciones.
    Suerte!
    Un saludo

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  14. Aurelius dice:

    Gracias a los dos, Lovecraft e Isabel de Poitiers.
    Es difícil con la prisa que llevamos siempre detenernos en la lectura de muchos relatos; gracias por parar en el mío, dedicarme unos minutos y además comentarlo.

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  15. Isabel de Poitiers dice:

    Un relato entrañable, que te sacude por dentro. Bien escrito, lleno de bellas imágenes y con un ritmo que te lleva directo al sorprendente final. ¡Enhorabuena, Aurelius, me has puesto la carne de gallina!

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  16. Lovecraft dice:

    Acabas de relatar sin circunloquios y de forma muy sincera algo que afecta a entre 200.000 y 300.000 familias en España. Reconozco su mérito.

    Suerte Aurelius

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  17. Aurelius dice:

    Asesino de Morfeo, en primer lugar, gracias por tus palabras. Después te diré que estuve dando muchas vueltas al tema del relato, si escribirlo o no; yo lo llamo «enfermedad triste» y por desgracia, cada vez hay más casos.

    Ave, Dies Irae; gracias también a ti. Te cuento; al principio del texto dejé claro que había una muerte, pero no quise desvelar el cómo hasta el final. No sé si lo habré conseguido; eso espero 🙂
    Y gracias de nuevo a ambos por dedicar unos minutos a la lectura y comentario de mi relato.

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  18. Dies Irae dice:

    Salud, Aurelius.

    Perfectamente descrito, perfectamente escrito. La realidad delante de los ojos.

    No es «pero», es una duda: El primer párrafo apunta a una muerte natural, incluso duda tu narrdora de que la madre recordase su deseo para ese momento; los últimos, conducen a pensar en un suicidio, a mí al menos. ¿Me equivoco?

    Gracias por el relato y suerte en el concurso.

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  19. El asesino de Morfeo dice:

    Espero que el relato no sea autobiográfico, es algo demasiado duro para sobrevivir a él indemne.
    Tu narración me parece perfecta: directa y clara como los efectos de esa terrible enfermedad que pende sobre nosotros, como una terrible espada de Damocles.
    Voy a ver si consigo pensar en otra cosa. Un abrazo y suerte

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