157- El último perdón. Por Alex Rub
- 28 octubre, 2012 -
- Relatos -
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‒Ave María purísima.
‒Sin pecado concebida.
‒Verá, padre. Estoy confuso. Confuso y desorientado.
‒¿Has pecado?
‒No lo creo, padre. Pero dudas. En realidad no sé por dónde empezar.
‒Por el principio hijo; piensa en los motivos de tu visita a este santo lugar.
‒Sí padre. Tiene razón. Verá: no he venido aquí a ser perdonado, sino a perdonar.
‒Esa actitud te honra, hijo. La nuestra es una religión que se basa en el perdón de los pecados, en el arrepentimiento y en el amor al prójimo. Éste es el principal pilar de nuestro credo. Todos somos pecadores y merecemos ser perdonados a través del perdón a los demás. ¿A quien quieres perdonar?
‒A Dios, padre.
‒A… ¿Dios?
‒Así es padre.
‒Creo que no te comprendo, hijo. Te equivocas. Es Él quien nos perdona a través de los ministros su Iglesia derramando su amor infinito sobre nosotros.
‒No . Es usted que quien se equivoca. Él ya no derrama amor sobre nosotros sino desdicha y calamidades sobre quienes creímos un día que siendo piadosos podríamos cambiar el mundo. Verá, padre,la Iglesiay sus preceptos son conceptos caducos que carecen ya de sentido. Dios no es bondadoso con los justos sino con los disolutos. Siento que Él me ha abandonado. Ya no puedo sentir su calor en medio de tanta iniquidad. Mi figura se ha agazapado y mi ánimo se ha encorvado tanto que no sé si podré levantarlo.
‒El buen cristiano ama Dios sobre todas las cosas, a través de sus obras y sus pensamientos; aún en el caso de que creamos que nos ha abandonado como tú dices. Todos pasamos de vez en cuando por crisis de fe. Ama al prójimo como a ti mismo, decía Nuestro Señor, y reza mucho; eso te dará fuerzas. Es el Maligno quien comete los perjurios a los que haces referencia, hijo mío. Los engaños del Demonio son viles y sagaces, pero el amor del Señor es infinitamente superior a cuanto imaginamos.
‒No acabo de verlo, padre. Consiente perniciosas licencias a impíos, y no pone trabas a los malvados en su ansia de dominar cada rincón del mundo, mientras quienes tratamos de hacer el bien nos vemos castigados y relegados a las posiciones menos ventajosas chapoteando entre la miseria mientras únicamente con la ayuda de nuestras manos desnudas, otorgándoles a los pérfidos los mejores puestos y las mas elevadas distinciones.
‒No hemos de desfallecer en nuestra labor, hijo. Quedamos pocos que podamos hacer frente a tanta calamidad. Sé fuerte y resiste. Piensa en la satisfacción del deber cumplido y en la recompensa dela Vida Eternajunto al Señor en su Gloria.
‒¿Está seguro de que existe esa Vida Eterna de la que habla? ¿Qué pruebas tenemos de ello? ¿La fe? ¿Nada más? ¿Y entre tanto, qué? ¿No hay nada mientras vivimos? ¿Sólo la supuesta satisfacción de ser justo y de hacer el bien? ¿Por qué no existe algún tipo de recompensa, aquí y ahora para seguir alimentando nuestro ánimo? ¿Por qué hemos de esperar hasta entonces? ¿De qué sirve ser piadoso si tal actitud te convierte en un marcado, si todos te miran como a un perdedor, sabiendo además que no les falta razón? He intentado, padre, desde que me conozco, ser un hombre justo; tal y como me enseñaron ustedes y llevar del mejor modo posible eso de ser hijo de Dios. Jamás he blasfemado. He tratado de cumplir con la doctrina que ustedes me enseñaron. Nunca he hecho daño a nadie a sabiendas y he tratado de no ofender a mis semejantes; si alguna vez no he sido capaz de advertirlo, que Dios me perdone. He sentido siempre sobre mi conciencia ese ojo en el cielo que todo lo ve y he obrado con toda la rectitud y amor del que he sido capaz. Siempre. He sentido muy dentro de mí ese amor etéreo y a la vez poderoso desde niño, creo yo, que me impedía cometer esos actos impuros y deleznables que mis compañeros de colegio se jactaban siempre de inventar en su camino disfrazándolos de firmeza y coraje. La vida no ha hecho sino sembrar enemigos en mi camino en vez de amigos por no seguir el juego de la crueldad gratuita que ellos a menudo trazaban. He amado a mis enemigos y ofrecido siempre la otra mejilla cuando si me han ofendido, que ha sido casi siempre, encajando las humillaciones con estoicismo y virtud. No he conocido apenas mujer por haber sido siempre cortés y apocado con ellas. Eran los demás quienes finalmente conquistaban sus corazones y finalmente sus alcobas mediante chanzas, engaños y viles subterfugios. He sabido mitigar pensamientos obscenos apenas trataban de aparecer por el rincón más alejado de mi mente. He respetado siempre a mis padres, hermanos y sobrinos ayudándoles a levantar sus sueños desde abajo, olvidándome de los míos por darles a ellos todo mi tiempo, trabajo y dedicación. He dedicado las mejores horas de mi vida y gran parte de mis ingresos a ayudar en las necesidades de la parroquia y en organizaciones benéficas sin pretender nada a cambio. He enarbolado una sonrisa sincera en mi rostro ante todo y ante todos, de tal modo que me he sentido siempre emisario de la alegría y la paz de Dios por donde quiera que fuese sin esperar recompensa. Nunca he dejado a nadie en la estacada y jamás he valorado mi conveniencia por delante de la de los demás. He tratado, y creo haberlo conseguido, de llevar el espíritu cristiano de la concordia, el amor, la comprensión y la amistad allá a donde quiera que fuese, de amar, en definitiva, al prójimo como a mí mismo. O más quizá. Puede estar seguro de ello, padre. No le quepa la menor duda. No conseguiría ser de otra forma. Jamás he logrado arrancar de mi interior esa especie de temor de Dios que tan hábilmente supieron ustedes instalar en el rincón más profundo de mi corazón. He tratado durante toda mi vida, y creo haberlo conseguido, de ser el hombre más justo y devoto de los principios cristianos de cuantos se ha sabido. Mi vida ha sido dedicada a los demás por entero. Nada poseo, salvo la indiferencia de aquellos por quienes lo he dado todo y la certeza absoluta de quien ha pasado por la vida sin hacer daño a nadie.
‒Eres un cristiano íntegro, hijo mío. Conmueve escuchar palabras como esas. El mundo necesitaría más hombres como tú. No veo pecado alguno en cuanto me relatas.
‒Quizá. Ese ha sido siempre el principal precepto que ha presidido mi vida. Sin embargo, una culpa poderosa ha flotado siempre por encima de mi mente al preguntarme de continuo si era posible hacer algo más por alguien. Nunca me he atrevido a juzgar a nadie y mucho menos a condenarlo aunque fuese con una mirada licenciosa o con la negación de una simple sonrisa.
‒No veo pecado alguno en tu relato, hijo y no mereces ninguna penitencia, salvo por esa posible falta de fe que todos padecemos de vez en cuando y la que no podemos considerar ni aún pecado venial. Es saludable, sin embargo, de vez en cuando hablar con alguien para lavar esa capa de incomprensión que a veces parece que se empeña en cubrirnos. Si la gente se acercase más por la iglesia y consiguiese sacar afuera sus penas, el mundo no albergaría tantas calamidades. Los sacerdotes siempre hemos ejercido esa labor de apoyo y comprensión que ahora se suple con sicólogos, coachers y otros supuestos valedores morales que no persiguen sino su propio interés.
‒Yla Iglesia, ¿no persigue algún tipo de interés? ¿Cual es su fin en realidad? ¿Confundirnos? ¿Tenernos sometidos mediante ese temor a esa supuesta segunda vida desconocida en donde pagaremos por todos y cada uno de los perjurios que hayamos cometido en ésta? ¿No es la nuestra la religión del perdón, una creencia que defiende la esperanza en la vida eterna? No. No me encajan ya ciertas cosas, padre. Creo que he vivido engañado hasta ahora, en una dimensión desconocida cuyos parámetros no se han correspondido con los que manejaban quienes se hallaban a mi alrededor. He tardado demasiado en darme cuenta. Todo y todos se han vuelto contra mí. Aquellos a quienes tendí mi mano vuelven su vista en mi presencia. Un buen día perdí mi empleo y ahora me veo en la calle sin que nadie se acuerde de mí, sino el estado para reclamarme supuestas deudas. Mi hermano no quiere oír mis súplicas ante la atalaya inexpugnable de su corazón. Dice siempre sonriente y jactancioso que no puede ayudarme, olvidando que fui yo quien trabajaba en casa para que él pudiese ir a la facultad. La mujer con la que compartí unos meses de vida se llevó cuanto tenía y ahora vive con otro hombre en la que fuera mi casa. De vez en cuando me acerco al comedor social y tomo algo caliente mientras disputo cuatro cartones con algún otro desgraciado para cubrirme y tratar de conciliar ese sueño que ya no me pertenece. Rebusco en el vientre de los contenedores buscando algo de valor esperando que a un día le suceda otro y otro más. El frío de las noches ha llenado de llagas mi piel, me siento cansado y enfermo y mi voz se quiebra cada vez que levanto la vista y veo el cielo azul cómo se ríe de mí y de mi desgracia sintiendo en lo más profundo de mí una angustia que crece día a día. ¿De verdad cree, padre, que la vida es justa, que Dios es justo? No, yo sinceramente no lo creo. La vida me ha golpeado con contundencia donde más duele y ya sólo me queda esperar el fin.
‒No hijo, no es así. Se dice que Dios aprieta pero no ahoga. Ten fe, valor y fortaleza. El Señor se apiadará de tu alma y puedes ir en paz si cuanto dices es cierto. No puedo decirte otra cosa sino que reces y que pienses en la misma fortaleza que tuvo Jesús cuando, camino del Calvario las gentes le abofeteaban e insultaban. Él no perdió su ánimo. Piensa en su perdón y…
‒Lo sé Padre, no necesito ningún perdón ni penitencia. Ya he pagado por adelantado. Por todo eso quiero perdonar a Dios y a sus ministros. Pero necesito que alguien cumpla la penitencia que yo mismo voy a imponer.
Y dicho esto se oyó una detonación que sonó como un fuerte estampido en todo el templo. Los escasos asistentes, al volverse sobresaltados, sólo pudieron contemplar un reguero de sangre que salía del confesonario y la silueta de un hombre al fin erguido que se recortaba sobre la puerta buscando la luz del día.
La última vez que me acerqué a un confesionario tenía dieciseis años. Le expuse al sacerdote mis dudas de fe y me preguntó que leches hacía allí. Literal. Comprendí que tenía razón, me levanté y no he vuelto…doy gracias por que era muy joven y por aquella confesión truncada…la de cosas que me he ahorrado, entre ellas la de no andar por la vida con una pistola a cuestas…que las carga el diablo.
Suerte
Lo leí.
Pobre hombre. Mira que creer todo lo de los libros de religión. Lo cierto es que al curilla sólo le ha faltado decir que el desdichado había vivido por encima de sus posibilidades. ¿A qué hemos venido a este mundo sino a sufrir? Ya estamos camino del Gólgota y alguien debe de cumplir la penitencia. Suerte
Desconocido «pecador»:
Un relato que prometía…
He echado de menos un narrador. O un estilo indirecto libre… Habría dado agilidad y veracidad al diálogo (al monólogo, más bien)
¡Pobre confesor, por ti condenado a todos sus tópicos!
«Que la divina clemencia
del Señor para contigo
no requiere más testigo
que tu juicio y tu conciencia»
¡Ánimo!
Una crisis de fe que se resuelve de manera dramática para quien deberia haber disipado todas las dudas del protagonista. Este probre hombre es un «pupas» tan desafortunado que se comprende fácilmente su pérdida de confianza, aunque nada justifique esa solución tan extemporánea. Las demás reflexiones, tanto las del penitente como las del religioso, que cada cual las interprete según sus creencias y convicciones.
No me cansaré de repetirlo: hay un párrafo por ahí enmedio cuya lectura es un auténtico via crucis (por lo extenso, quiero decir).
Ego te absolvo in fortuna nomine.
Nietzsche nos dejó escrito: «En su soberbia, el hombre creó a Dios a su imagen y semejanza». En mi opinión la ciencia, desde su humildad, siempre le baja los humos a la religión. Nos somos el centro del universo, y a medida que el conocimiento del mismo avanza, somos más insignificantes. Pero vaya tío resentido tu personaje. En fin, ser cura se convertirá en profesión de riesgo. Suerte