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Página destinada al 9 Certamen de Narrativa Breve 2012, relatos, ganadores, entrevistas, noticias, finalistas, crónicas, literatura,premios.

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126- Anochece bajo la luna de fuego. Por Fabricio Sívori

           –Pero qué he hecho…

          Se asomó por la barandilla y escudriñó la piscina rodeada de césped artificial. Una tormenta de verano en retirada había arrancado las sombrillas de sitio y, henchidas por ráfagas ocasionales de viento, boqueaban en el suelo perlado de lluvia. En sus ojos la razón depuso al impulso y la tensión se evaporó momentáneamente. Eran seis pisos, casi veinte metros de caída, y con la nada remota posibilidad de impactar contra el agua de la piscina. Y no imaginaba peor pesadilla que presenciar el arribo del Ángel postrado por la agonía de un suicidio frustrado.

            El sudor le recorría las arrugas de la frente. Una gota cayó al vacío.

Levantó la cabeza y clavó la mirada en la unión del cielo y el mar, donde los fucilazos sembraban de electricidad el sector de atardecer que había ganado la noche. La enormidad del paisaje lo hizo contener la respiración. Tenía miedo, un miedo irracional, desproporcionado, semejante a la cuantificación y racionalización del tamaño del universo; y no por la muerte, sino por la forma en la que lo reclamaría.

            En el balcón vecino una mujer mayor, de unos aproximados sesenta años, guardaba silencio apoltronada en una silla de playa. Con la expresión del búho grabada en su rostro, vigilaba, expectante, al que constituiría su única compañía.

            –¿Desde cuándo nos conocemos? ­–preguntó él, estudiándola de reojo en busca de reproche–. ¿Once, doce años?

            Su voz sonaba débil en el aire inquieto.

            –Quizá desde ahora –contestó ella.

            –¿Sugiere que no valen de nada todos los veranos que compartimos aquí, pared mediante?

            –¿Es que para usted valen algo? –repuso ella con hosquedad–. Déjese de tonterías y mire al frente.

            –No, yo… Yo necesito hablar. ­–Abarcó la playa con un ademán–. Me he quedado a solas con usted, doña Gladis.

            Ella exteriorizó su contrariedad negando con la cabeza.

            –Lo sé, oí los llantos y el estrépito… Se lo ruego, déjeme en paz. –Volvió a negar con la cabeza–. Muy desesperado ha de estar si busca consuelo en mí después de lo que hizo.

            –Pero compréndame, no soy capaz de entrar en la casa –dijo él con la voz quebrada y la disolución de su cordura destellando en su expresión endurecida–, ni siquiera me atrevo a girar la cabeza… Necesito hablar.

            Ella no le oyó bien. Entre la tempestad aulladora y la cercanía del televisor saltando de canal en canal buscando infructuosamente señal en el comedor a oscuras, apenas si le entendía cuando se expresaba con vigor.

            –Te dices que jamás llegarías tan lejos –continuó presa del ensimismamiento–, que no atravesarías el límite. Que, por ejemplo, no defenderías a un hijo asesino. Y va el destino y te desnuda, sacando en bolsas negras todo lo que creías a buen recaudo. –Se encaró a ella con vehemencia–: ¿Me considera usted una persona normal?

            La mujer sopesó las palabras, y respondió:

            –No le conozco…, para mí es tan normal como cualquier extraño.

            –¡Pero si nos hemos visto las caras todos los veranos desde hace años!

            –¿Y quién le dijo que en la cara está la persona? Alejo, he visto a demasiada gente normal transformarse en bestias… Nos he visto cambiar, sí, y fue como hacerlo a través de las ventanas de una cárcel. Póngase en mi piel, entienda lo que me pide. Allá, por decir algo, conductores desesperados arramblando sin miramientos en calles atestadas de peatones, y acá, donde duele más, mis compañeras dejando sus puestos en neonatos… Fue duro ver el hospital vacío, pero nada pudo prepararme para ver a una madre abandonando a su recién nacido. ¿Y quiere que le dé consuelo, que yo le dé consuelo?

            Un teléfono comenzó a sonar en alguna parte. Su timbre traía vagos recuerdos de civilización.

            –Tengo el alma enferma de humanidad, Alejo, ya no puedo darle nada –concluyó ella con cansancio–. Hágale frente a sus actos y cómase la culpa. No le queda otra.

            Alejo, arrasado por las lágrimas, la belleza del celaje que antecedía a las Tres Furias tiñéndole los ojos de colores incendiados, levantó la pistola y la apretó bien fuerte contra su sien derecha. Y peor que un mazazo, lo aturdió su incapacidad de apretar el gatillo. La vida lo sometía maniatado, y aquello fue más sufrimiento que cualquier muerte.

            –Dígame, ¿lo hizo por bien? –preguntó ella indulgente, algo arrepentida de hundirle la cabeza en la vorágine.

            –Lo hice por bien –susurró Alejo sustrayéndola toda fuerza al brazo del arma para mover los labios–. No quería que sufrieran un tormento mayor.

            –¿Por eso eligió quedar el último?

            –Ella lo quiso así…; y fue la primera, para ahorrarle la desgracia de presenciar lo que ahora me está enloqueciendo.

            –Y ahora no puede morir.

            Una ambulancia desvencijada pasó como un cometa con estela de periódicos revueltos por el paseo marítimo, arrancando de cuajo bancos y papeleras. El conductor vociferaba por la ventanilla poseído por una avalancha de emociones hasta entonces contenidas; y entre incongruencias y blasfemias, se oía el Nessun Dorma de Pavarotti tronando desde su cabina.

            –Máteme entonces –suplicó Alejo de súbito–. Ahórreme este calvario, ¡el recuerdo de sus caritas!

            Ella, mohína, hundiéndose en su silla, apartó la petición de un manotazo.

            –No soy religiosa, pero si he de morir, no será con esa carga. No.

            Aquello pareció fustigar la desesperación del suplicante.

            –¡Pero el Ángel no tardará en llegar! –gritó arrancándose el reloj de pulsera y lanzándoselo al suelo–. ¡La previsión está entre las ocho y las nueve, y ya son las ocho y media pasadas!

            –Con mi trabajo me he labrado una vida sembrada de vidas, ¿y me pide en la hora final que me vaya con una muerte bajo el brazo? Búsquese el valor en otra parte, Alejo.

            –¡No me está escuchando, joder! –rugió rasgándose la voz–. ¡Dijeron que es más grande que Madrid, que la magnitud del impacto incluso levantará el lecho marino en un maremoto de corteza terrestre! ¡Dígame cómo, subido a este balcón de papel, me enfrentaré a esa muralla de océano y continente cuando su sola presencia en el horizonte baste para oscurecer el sol!

            Con impensado brío, la mujer saltó de la silla y, acercándose a la esquina de balcón más próxima al penitente, ancló las manos en la barandilla con tal fuerza que sus nudillos se blanquearon en el acto.

            –¿Quiere que todos seamos cómplices de su cadena de cadáveres? ¿Que todos, cobardes hasta la médula, pactemos con un verdugo para evitar el fin del mundo? ¡Dese la vuelta y mire los cuerpos de su familia enfriándose en el suelo! ¡Mírelos bien, deténgase en los detalles, en sus expresiones inertes, en esos dedos que tanto besó, y encontrará allí más motivos para desear la muerte que en el advenimiento de cuantos apocalipsis religiosos se le ocurran en una eternidad!

            –Máteme –susurró él cogiéndole una muñeca y tendiéndole el arma–. Por favor, sólo máteme.

            En sus rostros enfrentados la luminosidad atmosférica cambió sutilmente de tono. El ocaso naranja descendió en picado a través de su escala de matices hasta coagularse entre las nubes. Todo parecía fuego; y era fuego. A las 20:48, una aurora boreal de llamas resquebrajó el cielo sobre el punto de impacto estimado entre Valencia e Islas Baleares. El Ángel, a cámara lenta, un puño de sol, finalizó su deriva en aguas mediterráneas con un parpadeo atómico.

            Y el tiempo se aceleró.

Alejo no tardó en descerrajarse un disparo al cráneo y desplomarse en el embaldosado del balcón, por cuyos intersticios fluyó la sangre en cascada hacia el césped artificial de la piscina. La mujer, pétrea su estampa, sólo consiguió desarrollar un pensamiento coherente antes de que la engullera el leviatán, y provenía de una exigencia del espíritu en el instante previo a que comenzara a apagarse la vida en la Tierra.

No se escondería en la visión del suicida.

            Puede que algún cronista desquiciado, oculto en tinieblas apenas rotas por la luz rayada que filtraba la persiana, escribiera con mayor exactitud que yo esto que nadie leerá. Sin embargo, la última medición de una boya oceanográfica antes de esfumarse del radar arroja más verdad que cualquier palabra; y las pantallas de monitorización, confundidas por un error que no era tal, parpadearon frenéticas la cifra imposible en la vacía sala de control durante escasos minutos más.

             El Ángel venía, y con resignada lentitud doña Gladis se enfrentó al levantamiento del horizonte.

 

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3 Comentarios a “126- Anochece bajo la luna de fuego. Por Fabricio Sívori”

  1. Hóskar-wild is back dice:

    Es ciertamente angustioso y muy realista. No quiero ni pensar en cómo será ese momento. Seguro que es peor que ver como el Barcelona gana la ligua este año con más de 20 puntos de diferencia sobre los del Madrid. Poco peor, pero por ahi le andará. Suerte.

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  2. sacha dice:

    Apocalíptico, no puedo comentarlo.
    Suerte.

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  3. Lovecraft dice:

    Los últimos y trágicos momentos de un hombre desesperado ante la inminencia del fin del mundo. Aunque el empleo del lenguaje es correcto, creo que utilizas un estilo demasiado grandilocuente e incluso campanudo, lo que resta algo de veracidad a algunos pasajes.

    Suerte para el certamen

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