― Buenos días, Víctor. ¿Se te pegaron las sábanas?
― …que he ido al médico con mi madre.
― Está bien. Siéntate.
Demasiado tarde, ya ha alcanzado su asiento, con una arruga doble en el ceño y su estudiada pose de pasotismo. Aunque a mí no me engaña. Sé bien lo mucho que le enoja atravesar la puerta del colegio dos horas tarde sin una causa justificada (porque lo del médico es mentira, como de costumbre); pero eso es algo que nunca va a reconocer, ni de palabra, ni de acción.
Dibujo, por cuarta vez, en la pizarra, la flecha que baja del escalón de los decímetros al de los centímetros.
― ¿Qué hago para bajar el escalón: quitar un cero o añadirlo? ¿Multiplicar o dividir por diez?
La enorme mirada azul de Lidia vuelve a nadar en el estupor. Pasan los segundos. El brazo de Carmen amenaza con salírsele del hombro.
― ¿Dividir? ―había un cincuenta por ciento de probabilidades, pero Lidia es demasiado bonita para tener suerte en el juego.
Aprieto los labios y dejo escapar más aire del que imaginaba que cabía en mis pulmones.
― Mujer, si ya te he dicho que cuando bajas la escalera SIEMPRE multiplicas. ¿Por cuánto? ―vuelvo a señalar la longitud de la flecha que indica que el descenso es de un solo escalón, enfatizando el movimiento con todo mi cuerpo.
Pasan varios segundos. Empiezo a temer seriamente por la integridad del hombro de su compañera.
― ¿Por cien?
La palma de Carmen cae sobre la mesa, inerte, con todo el peso de la frustración, tras el gran resoplido general. Miro a Víctor. Sus ojos se han vuelto hacia la ventana. Apenas ha entrado en clase y ya ha vuelto a salir.
El viento de enero azota inclemente cada rincón del patio. Me arrebujo en mi chaquetón y observo a dos niños de primer curso corretear a mi alrededor… sin abrigo. Con las palabras justas, los envío de vuelta al edificio a buscarlo. Entretanto, sobre la pista, Víctor parece absorbido por el partido. Está en manga corta. Recapacito. ¿Serviría de algo? Me ponga como me ponga, no va a abandonar el juego por ir a la clase a por su cazadora. Puede incluso que si, para imponer mi autoridad, interrumpo el partido, me mande a la mierda, y por joderme, se siente en una esquina retándome a que lo entre por la fuerza. Y sé de sobra a qué conduciría eso: al saboteo del resto de clases de la semana por cortesía del futuro futbolista profesional. Además, a las tres de la tarde saltará la valla del recinto para seguir pateando su balón hasta el anochecer, sin abrigo, por supuesto, y yo ya no estaré ahí para impedirlo.
Menos mal que este chico nunca se constipa…
― ¿Qué ha ocurrido?
Los contendientes guardan silencio. Khaled rehúye la mirada de Víctor y éste persigue, con saña, la de su adversario. Tanto empeño pone en transmitir el odio que siente, la violencia que lo inflama, que calo su pose de matón ―otra más del repertorio― al instante.
― ¿No vais a decirme por qué os habéis peleado?
― Este puto moro, que le ha robado el móvil a mi hermano.
El puto moro sigue sin levantar los ojos. Amigo, eso es que es cierto.
― ¿Por qué dices eso?
― Porque es verdad.
― ¿Y tú, cómo lo sabes?
― Sus hermanos me lo han dicho.
Mal asunto.
― ¿Y crees que a golpes lo vas a recuperar?
Silencio cargado de veneno. Nueva ráfaga de mirada asesina. Me sorprende que Víctor haya llegado a este punto por una propiedad de su hermano, con el que, aparentemente, tan malas migas hace. Empiezo a sospechar que todo ha sido una excusa para aporrear al inmigrante advenedizo. Khaled, por su parte, parece lamentar su falla a la moral y estar encomendándose a su profeta. Siento lástima por él. En cuanto pise la calle, no podré protegerlo de las iras de Víctor, y éstas son grandes, si bien no nacen del robo de un móvil.
Entretanto, Cristian observa a su hermano desde lejos. Puedo leer la aprobación en su gesto. Pese a sus diferencias, y aunque Víctor se ganara para sí la etiqueta de gemelo malo entre sus compañeros, allá en Educación Infantil (prefiero pensar que sin el respaldo de la maestra), nacieron el mismo día, a la misma hora, y eso parece contar para algo. Como dos gotas de agua, si en ocasiones los distingo, es por la expresión de la cara ―la de Víctor, más hosca, más taciturna―; lo cual no quita que Cristian se encierre en las clases, igualmente, a llorar y dar patadas a las mesas cuando pierde un partido.
― ¿No le ha dicho su hijo que ha aprobado los dos últimos exámenes?
La mujer me lo niega con la cabeza, sin mover un solo músculo de la cara. Comprobar que este hecho me procura a mí más satisfacción que a esa madre inútil e impávida que me mira con aires de hastío y desavenencia, me enerva.
―Y que salió elegido delegado este año, ¿se lo ha comentado? –esto debes saberlo. Después de los goles que marca, saberse responsable de borrar la pizarra o traerme los pinceles, o de preguntar en dirección si podemos hacer uso del gimnasio, es lo que más lo reconcilia con la vida.
Otra negación indolente; y, encima, mira el reloj.
Me tomo un momento para reflexionar sobre el grado de desapego e irresponsabilidad de este ser, al que la naturaleza debería haber vetado la maternidad. Y lo que más me duele es ese brillo de admiración y amor que adivino en los ojos de su hijo cuando, rara vez, menciona a su progenitora.
La despido y trato de reprimir algo parecido al rencor.
―Que lo pases bien este verano, seño.
―Y tú también, Javier.
Uno a uno, abandonan el patio en compañía de sus padres, gritando eufóricos tras la fiesta que los ha hecho protagonistas, ávidos de estrenar sus vacaciones. Atrás quedan los confetis y los restos de gusanitos que salpican de colores el suelo. Agitando con disgusto sus cadenas, permanecen en el recinto los pocos cuyos padres no han acudido a la celebración… o se han marchado sin ellos.
―Cristina, me voy ―me informa Quique.
―No, sabes que no. No son las dos todavía.
― ¡Pero mi madre mi ha dicho que podía irme solo!
―Pero tu madre sabe que, hasta las dos, no puedes irte solo.
Bufido de fastidio, mirada de envidia hacia los compañeros que, ebrios de libertad, corretean al otro lado de la valla.
Esperando el momento de la liberación, seis alumnos del tercer ciclo juegan un partido. Cristian está entre ellos, pero… ¿y Víctor? Escudriño las masas reacias a despejar la calle. Efectivamente, ahí está, caminando sin saber muy bien adónde. Le llamo. Se gira. Le hago señas para que vuelva. Pega la frente a los barrotes y pone ojos de perrito abandonado. Esto no es una pose. Vuelvo a pedirle que vuelva ―mientras maldigo interiormente a su madre que se ha largado la primera y sin el lastre de sus dos hijos―. No hace ademán de obedecerme; permanece en sus trece y me observa. Yo también le estudio, calibrando sus expectativas y las consecuencias de que, finalmente, vaya a por él.
Maldita sea. Ni de mí ni de nadie, ha querido aprender este chico a ayudarse a sí mismo. Él sabe bien que esta demanda de atención ―desesperado intento infantil por compensar la indiferencia de su madre― no vencerá sus ansias de correr en cuanto me acerque. Su voluntad habrá de prevalecer, como de costumbre.
Una vez más, le invito a que entre, con un gesto amable. Me da la espalda. Se marcha. Son las dos menos cuarto. Durante los quince minutos siguientes soy la responsable de cuanto pueda sucederle.
Me tranquiliza la idea de que pocos niños, en soledad, se valen como él en la calle.