Unas semanas antes de emprender este raudo viaje, viaje que, como todos los periodos de tiempo cortos donde la ansiedad hace mella con su presencia, acaba convirtiéndose en un trayecto insoportablemente eterno, ya había perdido por completo las fuerzas para seguir arrastrando el lastre en el que consistía mi vida. Agotada por el peso de los días, los meses de soledad, la tristeza de aquellas paredes teñidas de vacío y toda la casa impregnada de melancolía, ya tenía tomada la decisión de poner fin a mi existencia. Los óleos del pasillo me susurraban la dirección que había de tomar, pero no el vehículo en el cual dirigirme, el medio con el que acercarme a ella. Pensaba las posibles opciones con las que ejecutar mi acción. ¿Lanzarme al vacío? No era la manera más idónea, y menos viviendo en un cuarto piso; probablemente el golpe sería mortal, pero ¿y si no lo fuese? Mi sufrimiento acabaría con una situación posterior insostenible de la que jamás escaparía sin ayuda. ¿Cortarme las venas con un afilado cuchillo? Carezco del valor suficiente. Una simple extracción de sangre me provoca mareos, así que sólo pensar en el cajón de los cubiertos, el crujir de la piel, la herida abierta brotando ese líquido denso y templado… ¡Dios, se me nubla la vista!… Ingerir medicamentos era otra opción, mas nunca he estado enferma; sólo algún constipado, alguna fiebre y quizá alguna mala digestión por haber comido más de lo habitual, o algo en mal estado. Desesperada, me senté frente al ordenador, dispuesta a encontrar algo letal que poder adquirir en la farmacia más cercana. […]
Aún no sé cómo sucedió, ni qué extraña fuerza me llevó de una página a otra, de una noticia a una web, de un blog a un foro, de un vínculo a otro vínculo, y sin más ya estaba allí, delante de su foto, sin apenas escuchar el susurro cartilaginoso de aquellos óleos polvorientos del pasillo; y su foto fija en mí tras el cristal del destino, parecía decirme algo en un lenguaje cifrado, un lenguaje de signos imposible de entender, un idioma que sólo aquél que alguna vez se ha sentado frente a una pantalla de cristal líquido, y se asoma a esa maravillosa ventana, podría entender y entiende qué significa el poder de una mirada. Y yo saltando de vínculo en noticia, de blog en ventana, de página en foro, hasta acabar posada en sus ojos negros, ojos letales que, como un veneno, a partir de ese instante, se han tatuado dentro de mi pecho convirtiéndose en puntal de mi existencia.
Ansiosa, como necesitada de su aliento, busqué cualquier referencia a ese ángel caído del cielo en tan extraño momento de mi vida, y mostrado ante mí para ser mi salvación. Comencé a indagar todo lo que le concernía y, en cuestión de minutos, empezó a importarme únicamente lo suyo, al mismo tiempo que, como una daga, se iban hundiendo en mi costado y en mi corazón sus grandes ojos, su pelo negro, su mirada dulce y tierna pero a la vez protectora, y su cuerpo bien definido, fuerte y elegante.
– ¿Dónde habías estado toda mi vida, tesoro mío? Por fin he dado contigo. César, tu nombre es César… ahora podré ir a tu encuentro. Sólo he de localizar exactamente dónde estás y nada podrá separarnos. Nada. Ya no temo ni a la misma muerte. Así tenga que pasar día y noche perdiendo las uñas en este teclado, así se me vayan los días y las noches para encontrarte… pero iré en tu busca.
Dos días pasé hasta localizar todos los datos correctos, porque suele suceder que, cuanto mayor es el empeño en realizar búsquedas complejas, peores son los resultados; las páginas estaban obsoletas por dejadez en las actualizaciones, los teléfonos de contactos no eran correctos, el mail no correspondía a ningún correo existente y, a todo esto, mi sensación era de total desconsuelo y aumentaba por momentos. Hasta que comenzó a brillar el sol por un pequeño resquicio: el teléfono sonó inesperadamente, comencé a hilarlo todo, recibí la dirección nueva equivalente a la antigua que aparecía en la página ya visitada, y el rompecabezas empezó a tomar forma. Ya sólo restaba poner fecha de salida y comprar el billete. Partiendo bien temprano el día dispuesto, en tres o cuatro horas, a lo sumo, estaría allí, y después… sólo sería cuestión de llegar hasta el punto de encuentro.
En realidad no voy a aprender nunca, esto no deja de ser otro disparate más para mi colección de chifladuras. Aunque, pensándolo bien, ¿irresponsable por qué? ¿Porque hago caso de mi corazón y he desechado la idea del suicidio? César, sólo sé que tu existencia ha sido puro sufrimiento, y que estamos hechos el uno para el otro. Si por ir en busca de mi destino soy una loca temeraria, que me encierren por ello. Ambos hemos padecido, y sabremos entendernos tan sólo con mirarnos a los ojos. Y en los tuyos, como en los míos, está escrito el dolor del abandono.
El viaje sigue haciéndose eterno, inacabable; por los cristales parece que los árboles apenas se mueven, o soy yo misma, que perdiendo la vista en el infinito, me quedo completamente ausente del entorno. Un libro me hace compañía en el transcurso del viaje, repleto de pequeñas historias, sencillas y amenas, fáciles de leer y que en cualquier momento puedes dejar de hacerlo sin perder la concentración de todo un argumento. Entre sus páginas llevo la foto de César que obtuve de internet, y que de tanto tocarla, mirarla, guardarla, volverla a coger y ponerla de nuevo entre las hojas, la tengo arrugada por las esquinas. Se ha renovado en mi interior un sentimiento que no recordaba desde años ha, una explosión en el pecho, un torbellino que me ahoga, un maremoto que sube y que baja desde el estómago a la boca y parece que fuese a asfixiarme. Parezco una quinceañera. ¿Qué me está sucediendo? No puede ser. Es imposible. Demasiadas emociones para mí. Y muy pronto estaré junto a César. Si ahora me encuentro de esta forma, ¿qué sucederá cuando estemos frente a frente? Mejor no pensarlo.
Antes, los viajes en tren tenían más encanto, todo era más lento. Se degustaban los paisajes tal que platos de comida casera, como cuando íbamos al pueblo a ver a los tíos, y la abuela nos preparaba aquel cordero con guisantes que sólo ella sabía cocinar. Ahora todo va deprisa, los árboles van deprisa, el horizonte va deprisa, mi corazón va deprisa… ¡Qué estoy haciendo, Señor! Me aventuro hacia lo desconocido, voy en pos de un sueño, una quimera, un deseo tal vez hecho realidad. Tal vez. Sólo un sueño tal vez, sólo un deseo. Sólo tal vez…
…
– Buenas tardes
– Buenas tardes. ¿En qué puedo ayudarla?
– Hola… soy Fátima González… hablé por teléfono con Charo acerca de César y…
– … ¡Sí, yo soy Charo! Pasa Fátima, ¡no te quedes ahí! Sígueme hasta el recibidor. Sólo tendrás que esperar un instante mientras llega “tu adorado flechazo”.
Los minutos parecen horas en el reloj de Fátima, sentada, temblorosa, con las manos heladas y los labios resecos. Mira a todas partes queriendo descubrir alguna respuesta, algún indicio a tanta demora, pero no hay tal tardanza; la inquietud le destempla aún más los nervios y su único deseo es que, por fin, se produzca el encuentro. Mientras mira la foto que la ha acompañado durante todo el viaje, no percibe la presencia de un señor alto y fuerte, con la piel tostada por el sol, al que acompaña César. Sus ojos rebosan de alegría y caen perlas cristalinas por su rostro.
– ¡César, mi vida!
Entre ambos es suficiente una mirada. César corre hacia Fátima como si la conociese de toda la vida. Ella emocionada sólo sabe abrir los brazos para esperarle, y en ese mágico instante donde lo imposible se hace posible, César, de un salto tira al suelo a la pobre Fátima, enjugando a base de lametones las lágrimas de su cara.