Bajo el gran rosetón solar que preside el cuerpo central; a la sombra de los regios portones de la catedral de Granada que custodian los cuerpos de los católicos reyes, una gitana con acebo en la mano predijo al joven Ramiro que moriría en trece y noviembre.
No era supersticioso Ramiro, ni aficionado a temas esotéricos o cualquier cosa que pudiera ser tildada de patraña para engañabobos pero, algo…, quizás el lugar, quizás la extraña luz de mil colores que rebotaba en el rosetón, quizás la forma segura, directa e irreal de la gitana al comunicarle la enigmática fecha…, algo, sí algo, hizo que aquel tema le empezara a reconcomer en el interior de su mente causándole una peculiar obsesión.
No es que su día a día girara totalmente en torno a la luctuosa fecha, incluso había periodos en los que lograba abstraerse y casi olvidarse del tema, más al irse acercando el treceavo día del onceavo mes no podía evitar mirar de reojo, en el gran calendario con santoral que tenia su madre en la pared de la cocina, si el día en cuestión caía en domingo o en martes y, al introducirse de lleno en noviembre no dudaba en hacer elaborados y concretos planes. Por ejemplo: pedía libre en el trabajo desde el día tres, y se dedicaba a hacer cuantas cosas, baratas o caras, cuerdas o locas, había ido relegando por falta de tiempo, ganas, o por el simple hecho de ser cosas que uno no suele hacer porque debe pagar una hipoteca, cumplir con un horario, o cuantas chorradas y auto excusas uno se iba repitiendo en el rutinario día a día, incluido el que dirán unos u otros. No es cuestión de entrar en detalles de dichas acciones o actividades pues cada uno tiene sus propios parámetros en cuanto a que tipo de cosas son estas, pero para ejemplificar diremos que dos de las cosas de las que mas orgulloso se sentía Ramiro eran haber viajado en trineo de perros desde Bergen hasta Cabo norte para contemplar el famoso sol de media noche y, la de haber pujado y adquirido el autentico Winchester M1873 que saco John Wayne en todas sus películas.
Al llegar el día once comía en su restaurante favorito un besugo con patatas y cebolla, pero no era por la comida por lo que acudía a aquel lugar, en realidad era por su bodega, ya que regaba el blanquecino pescado con un igualmente blanco Zind Humbrecht del 2004, además remataba la degustación con un postre de tarta de queso casera y un whisky Talisker de 18 años. El vino citado era su favorito, descubierto en un viaje por la alsacia francesa; en cuanto al Talisker aunque le daba mucho pudor y nunca lo reconocería en público resulta que lo tomaba porque era el mismo que tomaba James Bond. Era aquello una tontería, pero a él le agradaba y si vas a disfrutar de tus últimos días debes saber mandar al infierno lo que piensen los demás. En cuanto a esa tarde la dedicaba a visitar a su abuela y a su única tía, y hacia un esfuerzo por ser el nieto y sobrino más atento del mundo mundial. Llevaba pastas finas a esos encuentros, y soportaba las mismas historias que había oído casi un millar de veces, pero que narices, si no puedes dedicarle un par de horas a las únicas personas que llevaran flores a tu tumba es que algo en tus valores falla.
En una de sus clases en la época que se estaba sacando la carrera, el profesor de cultura oriental dijo que, si en el entierro de un musulmán no se podían juntar al menos treinta personas el hombre en cuestión era considerado “un tipejo” de la peor calaña. Aquel dato tan trivial como inicialmente infundado ahora daba que pensar a Ramiro que se preguntaba cuántas personas acudirían a su funeral. Por suerte para despejar tan filosóficas “comeduras de coco,” después de visitar a sus parientes se iba a tomar unas cervezas con sus amigos, si es que, los amigos podían hacer hueco en sus planes semanales, pues a no ser que tengas fundamentos racionales, o no, de que vas a “palmar,” no te quedas de parranda un lunes hasta las tres de la mañana.
El doce se levantaba, tarde claro, desconectaba el teléfono móvil y sacaba de la polvorienta estantería sus viejas películas que veía con el ajado pijama puesto mientras saqueaba la nevera a la búsqueda de todo tipo de insana y sabrosa comida.
Es posible que otros si solo tuvieran que teorizar con el asunto de que cosas harían antes de morir hicieran una lista llena de actividades repletas de testosterona: paracaidismo, puenting o “locuras” similares que parecen cobrar relevancia en virtud del tiempo que te queda sobre la superficie del planeta, y que es del todo probable que uno no eche en absoluto de menos cuando este reposando bajo esa misma superficie, por lo que a la hora de la verdad: el calor de las mantas y una sobredosis de azúcar y chocolate son cosas muchísimo más apacibles y apetecibles.
El día esperado, o por lo menos al comienzo del día: veía como el reloj pasaba de las 23:59 a las 00:00, y poco a poco se iba adormilando hasta que el cansancio dominaba su consciencia y le introducía en el reino de los órficos, pues aunque uno deba morir el día trece, no significa que las todopoderosas Parcas se sometan en el mismísimo instante en que el caprichoso huso horario o el llamado meridiano de Greenwich marque sus líneas sobre el país, ciudad, barrio o estancia de la casa en concreto.
Y así habían sido los últimos cuarenta años, es posible que algún año muriera en trece y noviembre, era todavía más posible que fuese otro día cualquiera, pero nunca se sintió defraudado, nunca pensó en buscar y recriminar su antojadiza predicción a la gitana, pues después de todo vivir aunque sea unos días con la sensación, el desahogo, el despego y la libertad de saber que son tus ultimas horas era algo, algo que en estos tiempos…, a sus ojos, no tenia precio. Pensándolo bien, incluso era la mejor predicción que uno podía esperar.