El hombre se miró en el espejo complacido. Su rostro de águila famélica no parecía disgustarle, ni siquiera la pequeña verruga que nacía al abrigo de su nariz, en el lado izquierdo de la cara. Enfrascado como estaba en mejorar su aspecto, aún no había reparado en la pequeña mancha negra que cambiaría su vida. Sus ojos plomizos buscaban con afán aquellos pelos díscolos que se habían atrevido a escapar de un afeitado metódico, casi obsesivo. Los fue arrancando con las pinzas, uno a uno, sin mostrar dolor. Se ahuecó el cabello de forma estratégica para evitar que su calvicie quedara a la vista, y echó una última mirada al espejo. Justo al lado leyó el típico letrero sobre el cambio de las toallas.
Estimado cliente, ¿sabe usted cuántas toallas se lavan al año en el mundo de forma innecesaria?, ¿se imagina la cantidad de agua que podría ahorrarse?…
Bla, bla, bla… ¿Por qué tenía que secarse él dos veces con la misma toalla? ¿Acaso no pagaba el ayuntamiento los doscientos euros que valía aquella habitación? ¿No era suficiente ese dinero para disponer de una toalla limpia y perfumada cada día? Cogió la suya y la que había usado su mujer, que ella había dejado bien dispuesta en la barra, y las arrojó al fondo de la bañera. Qué bien le había venido la conciencia ecologista al gremio hostelero para ahorrarse una pasta en lavandería.
Volvió a mirarse en el espejo, una vez más, no vio la mancha. Sin rastro de culpa se dirigió hasta el termostato del aire acondicionado y lo puso al máximo. Lo dejaría así hasta que volvieran de la fiesta, ya de madrugada. Sonrió pensando en el despilfarro; en su casa nunca lo haría, le dolía demasiado al bolsillo, aquí ya estaba todo pagado.
Observó fastidiado a su esposa, aún no había decidido qué ponerse para asistir a la fiesta, no entendía para qué se tomaba tantas molestias, si todo lucía mal en aquel cuerpo esculpido por los michelines. Era una gala destinada a recaudar fondos para la conservación de los ríos de la comarca. A él, le aburrían estos acontecimientos sociales, pero su relevante puesto político no le permitía faltar. Nunca se sabe dónde puede estar el voto, se dijo, mientras ensayaba la sonrisa complacida que mostraría a aquellos estúpidos ecologistas.
Por fin, su mujer se decidió por uno, negro; buena elección, pensó, mientras recordaba que en la última fiesta apareció con un vestido amarillo canario, nunca se había sentido tan avergonzado de estar casado con semejante foca. Se entretuvo en mirarla mientras ella se aplicaba la máscara de pestañas; llevaba demasiado maquillaje; sin embargo, insuficiente para ocultar las arrugas que cuarteaban su rostro. No le gustaba. En realidad, ya hacía tiempo que no sentía nada por ella, pero aún podía serle útil. Pertenecía a la alta burguesía de la ciudad, tenía buenos contactos, sabía desenvolverse en las fiestas y gracias a ella había conseguido cerrar negocios muy lucrativos. Así que, a pesar de lo que le había prometido a Nikita, una prostituta del club Rose´s, por ahora no se divorciaría. Y si algún día lo hiciera, no sería para casarse con una puta rusa.
Se hartó de contemplar los afanes de su mujer por parecer hermosa y, con un gesto de hastío, miró lo que le rodeaba. Mármol italiano, váter de diseño, bañera con jacuzzi… De pronto algo llamó su atención, vio con sorpresa que las toallas no estaban en el fondo, se encontraban colocadas de nuevo en la barra, dobladas con la pulcritud que derrocharía la más eficiente camarera de pisos.
—Clotilde, ¿Por qué has recogido las toallas?
—¿Qué? Yo no he sido, pensé que lo habías hecho tú.
—No digas tonterías, yo las dejé en la bañera, la mía y la tuya.
—Lo mismo estabas distraído y volviste a colocarlas —dijo la mujer sin mucha convicción.
—No me gusta que me gastes estas bromas, no vuelvas a hacerlo.
Sin añadir nada más, las agarró con violencia, las arrugó y volvió a lanzarlas dentro de la bañera. Después se aflojó la camisa. Hacía demasiado calor. Cayó en la cuenta de que sólo un momento antes había puesto al máximo el termostato; una avería, justo lo que le faltaba ahora. Clotilde aún tardaría unos minutos en arreglarse. Miró la rueda, y vio que la temperatura marcada era de 30º, mientras que él lo había programado a 15º. Pensó en gritarle a su esposa, pero se limitó a bajar los grados.
Entró de nuevo al baño. Clotilde ya estaba fuera, colocándose un vestido de fiesta demasiado ajustado que marcaba cruelmente sus redondeces. No le dijo nada, no quería que se enfadase, necesitaba que esa noche lo ayudara a lidiar con los ecologistas. Sin ella se encontraría en un aprieto. No sabría cómo defenderse de sus puyas; lo acusaban de urbanizar un terreno en trámite de calificación de paraje natural. Total, porque allí volaban unas cuantas parejas de patos a solazarse y engendrar patitos, como si no hubiera ya suficientes aves migratorias en el mundo.
Echó un vistazo a la bañera y comprobó con enojo que las toallas estaban otra vez dobladas, bien colocaditas, como dos soldados a punto de inspección. Las arrojó al suelo, con rabia contenida. No le dijo nada a Clotilde. Ya llegaría el momento de vengarse.
Se miró de nuevo en el espejo. Podía pasar las horas así, contemplándose, observando el reflejo acerado de sus ojos en aquella superficie bruñida. Desde pequeño le había fascinado el mundo de los reflejos, la posibilidad de que existiera alguien idéntico a él; de que, en realidad, dentro de aquellos objetos fríos viviera otro ser, su doble. Fue entonces cuando reparó en la pequeña mancha; parecía un resto de vaho, aunque ya hacía rato que terminaron de ducharse, debería haber desaparecido. Se acercó más al espejo y la mancha tomó forma, unos ojos, una nariz y una boca; todo negro.
En aquel espejo vivía una cara.
Se retiró de golpe, asustado por la impresión. Desde lejos seguía pareciendo una pequeña imperfección provocada por el vapor, pero sabía que si se acercaba todo cambiaría. Un sudor frío le recorrió la frente, formando dos riachuelos grasientos que bordearon sus cejas. Miró hacia atrás y comprobó que seguía solo. Clotilde, que en ese momento se afanaba en combinar las joyas con su vestido, seguía en el dormitorio. Entonces, ¿quién había colocado las toallas?, ¿quién las había doblado con tanta meticulosidad sobre la barra?
Volvía a sentir calor.
Se limpió la frente con energía, sin preocuparse por el peinado, que había perdido parte de su arquitectura y caía de cualquier manera sobre su cabeza, evidenciando la más que incipiente calva. Qué más da, pensó, a Nikita no le importa mi pelo, sólo mi dinero. Sonrió satisfecho. El recuerdo de la joven rusa le dio fuerzas para asomarse de nuevo al espejo, para acabar de convencerse de que aquel rostro negro sólo era un desperfecto del mueble. Fue peor. Pudo ver como la boca se movía, confiriendo a la cara una expresión de angustia, que le recordó al famoso cuadro de El grito. Se estaba volviendo loco o había oído una voz que salía del espejo, que se correspondía con el movimiento de aquellos labios perfilados en negro. Muy a su pesar se acercó un poco más, empujado por una fuerza desconocida. Segundos después, cuando por fin consiguió separarse del espejo, su rostro estaba desencajado por el miedo. No pudo moverse, se quedó allí, inmóvil.
Así fue como lo encontró Clotilde, callado y quieto, como un niño pequeño al que acabaran de castigar. No respondió a ninguna de sus preguntas. Dejó que ella le pusiera la chaqueta y se fueron a la fiesta. Nadie se atrevió a comentarlo delante de él, pero todos lo observaban sorprendidos, el político más locuaz de la ciudad no había abierto la boca en toda la noche, permaneció sentado en una de las zonas más apartadas, con la mirada perdida.
Regresaron al hotel. Clotilde no sabía qué le podía haber ocurrido a su marido en el cuarto de baño. No descartaba que se estuviera volviendo loco, esa manía suya de colocar las toallas y luego echarle la culpa a ella no le parecía muy normal. Lo dejó acostado en la cama. Ni siquiera era capaz de desvestirse solo, así que lo ayudó a quitarse la chaqueta, la corbata, la camisa y los pantalones, todo de marca. Lo observó así, en calzoncillos, y pensó que hacía mucho tiempo que no lo quería. No podía soportar su orgullo, su prepotencia, sus engaños. Sí, sabía que los jueves, después del pleno municipal, se iba a un puticlub de las afueras.
Tras dejarlo acostado, entró en el baño y se admiró del perfecto doblado de las toallas. Parecía que ni siquiera las hubieran usado. Aparte de eso, en apariencia, no había nada que pudiera haber llevado a su marido a ese estado catatónico. Procedió a desmaquillarse, fue entonces cuando reparó en la mancha de vaho e intentó borrarla con el dorso de la mano; no se iba. Se acercó un poco más y pudo distinguir un rostro con ojos, nariz y sonrisa negra, como si fuera un dibujo a carboncillo. Le pareció oír un murmullo que salía del espejo, acercó la oreja y escuchó.
Cuando salió del cuarto de baño ya no era la misma, miró el despojo en que se había convertido su marido, y no sintió lástima por él. En su cabeza aún resonaban los susurros del agua, un idioma desconocido que, asombrosamente, le resultó comprensible. Le habló de desiertos, de árboles secos, de niños sedientos… Supo que nunca podría olvidar esas palabras líquidas, que habían calado hasta lo más profundo de su espíritu. Pudo sentir el frío de la escarcha, el mismo que aprisiona las hojas de los árboles, constriñéndolas en su abrazo helado para luego liberarlas húmedas y plenas. Entendió que en el alma de su marido no había suficiente calor humano para derretir ese abrazo, y que se quedaría así, congelada para siempre.
A la mañana siguiente Clotilde se marchó del hotel, entregó las llaves y no avisó en recepción de que su marido se había quedado allí, esperando…, una toalla limpia.