VIII Certamen de Narrativa Breve 2011

36- Legión. Por Vega

       Mi hermano me dijo una vez que Manuela le pegaba, que literalmente le pegaba. Hasta usó esa palabra (literal) para referirse a su esposa, quien según mi hermano le pegaba siempre con el arma -decía él- más poderosa que jamás había sentido hablar y sobre la cual no hay escapatoria. Que no hay fin para ese dolor, me dijo, que nadie puede entenderlo porque no hay una explicación que satisfaga cualquier inquietud de salvación, y que lo mejor es comenzar a descomprimir lo que cada uno interpreta como fe. Y más me dijo aquella vez, de tarde, en el patio de atrás de mi casa. Pero ni aquella vez ni ahora, después de hacer mi hermano lo que hizo, jamás digamos, pensé en aquel comentario suyo como algo veraz, como algo que tuviese una chance para darlo por cierto. Más bien lo tomé como una de sus tantas chanzas y tomadas de pelo que siempre tuvo para conmigo y para con todos nosotros. En mi familia siempre se lo tomó como algo habitual que mi hermano fabulase y hasta es posible que él mismo alguna vez se haya creído sus propios versos y anécdotas. Sus amigos de la infancia y adolescencia le profetizaron la actuación como destino. Pero no. Lo suyo siempre fue mentir en la realidad para divertirse a costa de las creencias de los otros, como cuando afirmó que pasó toda una noche en Lanús en un bar de nombre Farase, tomando cocaína y cerveza con Joe Cocker, el cantante ése de la canción de la película ésa donde una rubia se saca la ropa a través de una cortina del tipo veneciana mientras un tipo la mira del otro lado. Un decir todo esto sobre lo espontáneo que siempre fue mi hermano para fabular y pasar el rato así, creyendo que se burlaba de todos. Hasta ahora.

    Mi hermano fue la primera persona que me dio la pauta de lo que ahora soy. Un decir esto, una excusa personal para arrancar ya que no tengo ningún tipo de intención oscura sobre lo que yo hoy por hoy hago con los varones y lo que mi hermano, hace mucho, me mostró como posible. No es necesario hablar de mí. Sin embargo ahora, después de haber hecho lo que hizo mi hermano, después de pensar y tratar de no pensar en todo aquello que me dijo aquella vez de tarde en el patio de atrás de mi casa, tratando de despegarme un poco de la opinión de todo y de todos como se dice, una especie de molestia mental me resuena como un gong que se niega a desaparecer y sigue repiqueteando lento, preciso y, sobre todo, a un ritmo constante. Pero no suena por mí.

    Mi hermano cumplió treinta y dos años el martes pasado. Y fue al menos extraño este cumpleaños suyo porque fue el primero que no tuvo reunión, fiesta o agasajo, y fue el primero de los cumpleaños de mi hermano en el que ni él mismo se preocupó por organizar absolutamente nada. Sabíamos que la cosa como se dice no andaba bien entre mi hermano y su mujer, Manuela, pero también sabíamos que la cosa nunca estuvo bien del todo. También eso, como debe suceder en todas las familias, lo dimos por habitual. Sobre todo en un matrimonio que ya llevaba cinco años y que fue el resultado de apenas un mes y medio de noviazgo. Mi hermano y su mujer, como muchos, necesitaron ir nombrando qué cosa iban siendo ellos mismos a medida que pasaban los días y seguían juntos, queriéndose, transformándose, mutándose y haciéndose esas promesas entre obscenas de contexto real y casi aceptadas, como quien acepta ver teatro digamos.

    Mi hermano la conoció por chat. Ambos más o menos siempre relataron la misma circunstancia inicial. Al parecer después de dos días seguidos de chat con una carga horaria total de once horas promedio, decidieron verse las caras, decidieron ser más reales como quien dice. Y se vieron y al rato nomás, mi hermano y su futura mujer ya estaban entrando al motel Las brujas, el que está por la autopista, cerca del puente Rosario-Victoria, y que tiene en la entrada, arriba, tres brujas montadas en sus escobas que brillan intermitentes y rojas todo el tiempo y a toda hora. Se enamoraron rápido y en menos de dos meses se casaron. Por civil y bajo un no tan inocultable asombro de parte de todos nosotros, que siempre habíamos dado por un hecho la cuestión de que mi hermano, además de ser un mentiroso compulsivo y un vago por opción, jamás se casaría con papeles como se dice. Hasta Manuela nunca le había durado ninguna mujer como para traerla a mi casa y darle así la entidad familiar de novia. Sin embargo Manuela lo convenció con un amor simple al parecer, y mi hermano empezó otra vida. Hasta de albañil trabajó mi hermano. Nadie lo podía tomar como cierto en mi familia. Sin embargo así sucedió. Duró cinco años.

    Mi hermano vio algo en Manuela que, digamos, lo enloqueció de amor. Ni linda ni simpática Manuela, más bien tosca y de mirada grosera, rara como una falsa retraída, de pelo negro demasiado largo para su estatura, de pretensiones un tanto erradas si se tiene en cuenta su origen. A mí siempre me dio la impresión que Manuela debía de ser una chica del barrio ése que está atrás del frigorífico Swift, más allá del sur, donde reinan los mormones me dijeron. Apenas la vi pensé en ese barrio. Y no me equivoqué. Ni una tía, ni una prima, ni un concuñado, ni un hermanastro, ni siquiera un alguien bajo el formato familia tenía Manuela. Padres, menos. En realidad sólo sabíamos una sola cosa de Manuela: era mormona.

    Mi hermano siempre me dio a entender de alguna manera todo lo opuesto a lo que dice mi mamá que en realidad ahora, después de hacer lo que hizo, mi hermano es. Más calculador que impulsivo cuando hizo lo que hizo fue y mi mamá no entiende cómo hizo lo que hizo y menos entiende aún cómo ella hizo para criar, dijo, semejante monstruo. Tampoco mi papá entiende, pero mi papá habla poco. Desde siempre que mi papá prefirió el silencio en lugar de la opinión, sobre todo de las opiniones familiares mi papá siempre está ausente a pesar de estar siempre acá, en mi casa.

    Mi hermano me lleva doce años y demás está aclarar que yo nací por algún tipo de defecto sobre las posibilidades y las pruebas de control de calidad que, se ve, no aseguran la calidad descripta. Todo puede suceder. De eso tengo la certeza hoy.

    Mi hermano aquella tarde me habló así: “Procurá ser diligente como obrero. Que no te pase como a mí. Yo ya no estoy en este mundo. Yo ya no estoy. Manuela tiene todo lo mío. Ella me conduce ahora, ella vela por mi desamparo, ella me dice que soy el testimonio de lo que ahora está siendo juzgado, ella me dice que mi verdadero nombre es Legión, que adentro mío hay muchos, y que todos se aborrecen entre sí. Destrozó la parte derecha de mi cerebro, y ahora la izquierda ya me anuncia su rendición. Manuela hace surcos cuando habla. Y todo lo que quiere me lo pide sin abrir la boca. Algo tiene que brotó de golpe en ella, como si yo hubiera despertado de alguna manera ese algo en ella. A pesar de eso, Manuela es la misma chica que conociste hace cuatro años, la misma que yo conocí, la misma que fue siempre. Pero por dentro algo se mueve con una peligrosa dignidad”.

    Mi hermano la prendió fuego en el patio de atrás de su casa y se sentó a verla arder. Usó cuatro litros de nafta súper y al parecer ella no gritó ni se quejó en un volumen audible para el barrio. Tampoco la ató ni la forcejeó para después rociarla y encenderla toda. Eso dice mi mamá que él le dijo a la policía cuando el humo y el olor a mujer quemada se extendió por toda la calle Gurruchaga, a la altura del cuatrocientos, donde vivían ellos dos y Lucio, mi sobrino de dos años que nadie de mi familia sabía de su existencia, a pesar de vivir a diez cuadras y estar siempre, como se dice, en contacto familiar. Nadie de mi familia entiende esta cuestión. Yo tampoco.

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