VIII Certamen de Narrativa Breve 2011

184-El Comienzo. Por Buñuelo Repipi

Era un día de finales de Febrero, y la primavera parecía entrar en mi habitación de Badajoz por momentos. Decidí salir a pasear para aprovechar que la tarde era hermosa y la temperatura más que ideal. Salí de mi piso con la llave en un bolsillo y un par de euros en el otro y decidí caminar sin rumbo hacia zonas poco civilizadas en las que contemplar más universo y menos humanidad.

Miré las nubes y me quedé absorta en su belleza de tonos azulados y naranjas que parecían dibujar en el cielo una historia que hablaba de que el bien y el mal siempre han ido de la mano en la naturaleza humana… 

Y así pasé horas, no sé cuántas, deambulando rumbo a sitios con pocos edificios donde se viera la puesta de sol con claridad, y acabé al otro lado del río.

Seguí mi camino de vuelta a casa y cerré los ojos para sentir el sutil aroma del bienestar cuando parece que la naturaleza y tú estéis sincronizados. 

Aquel día, antes de volver a mi cuarto, algo había cambiado en mí. El escepticismo que tanta seguridad me confiere en ocasiones ya no era válido al sentir de una manera tan clara que el mundo había sido creado para mi disfrute con todos los sentidos.

Viendo la plenitud del mundo en la luz, en los niños jugando en los parques con los perros, las bicicletas y la tierra. En los colores de los que algún ser maravilloso había creado mi pequeño mundo. En las nubes caprichosas que se dibujaban y redibujaban ante mis ojos. En el suelo lleno de pequeñas criaturas haciendo sus vidas, subsistiendo en un mundo de cemento. En los árboles y todo tipo de plantas, con tantas tonalidades de verde como se pueda imaginar que, con el oxígeno que desprenden, nos regalan la vida cada día a muchos otros seres vivos.

Oliendo la hierba de los jardines, la colonia de las gentes que corren por la ciudad, las flores que crecen caprichosas en los arreates, la tierra mojada al pasar cerca del río.

Escuchando los gritos de los niños y las voces quebradas y hermosísimas de los más adultos paseando juntos su experiencia, el tráfico, el silencio roto por las aves que se cantan las unas a las otras, las gentes que hablan por el móvil: algunas riendo, otras preocupadas, otras con miedo, otras amando.

Sintiendo el tacto áspero de la barandilla del puente que cruza el río, las monedas que puse en mi bolsillo pasando de frías a cálidas en mi mano, el viento acariciando mi cara y mi pelo suave al recogerlo para que el sol pueda llegar también a mi cuello.

Saboreando un chicle de fresa gastado…saboreando esa libertad que da el poder estar en silencio y no sentirte sola; el sentir el sol entrando por los poros de tu piel, cálido, haciéndote sentir bien. 

Con una sonrisa débil (que no me di cuenta de que estaba ahí hasta que me vi en el espejo) saqué mis apuntes con la intención de usar esa extraña y nueva alegría para algo productivo; pero al leer la segunda página me di cuenta de que necesitaba relajarme y meditar. 

Durante mucho tiempo el hábito de encender una vela y dejar la mente en blanco era para mí algo diario e incluso de obligación para darle paz y sentido a mi vida; y aunque en los últimos tiempos perdí la costumbre ese día daba lo mismo. 

Al meditar logré dejar por una vez todo aquello que es mundano y me preocupa, todo aquello que me produce desasosiego, esa vocecilla que continuamente me comenta lo que tengo que hacer y que mi madre decía que era mi conciencia cuando yo sabía menos y era más soñadora.

Conseguí dejar aparcadas mis debilidades, mis miedos, mis dudas y de repente, en ese vacío hallé algo que no esperaba encontrarme: ilusión, esperanza, una paz que superaba todo cuanto había vivido hasta ese momento…y, pese al agnosticismo que me gobierna en todos los aspectos de mi vida, supe que esa era mi manera de comunicarme con el Universo, con Dios o con mi conciencia más alta. 

Nunca antes me había sentido tan llena; de repente ya no tenía que buscar mi sitio en el mundo, ni alguien para comer en la facultad, ni un plan para no aburrirme hoy porque todos los días encontraba algo que hacer, alguien que me enseñara algo, alguien a quien ayudar y una razón nueva para vivir plenamente. Al mirar a una persona a los ojos instintivamente ya sabía cómo se sentía y qué necesitaba, y siempre que podía intentaba dárselo.

La paz y la sencillez abrieron mis ojos para poder observar así que todos nos influimos los unos a los otros por el mero hecho de ser humanos; que hay personas en el mundo que llevan pesadas cargas en sus hombros y necesitan hablar de ello, otras sufren en un silencio que les lleva a la soledad, otras dependen de otros de tal manera que no viven para ellos mismos y hay personas que son increíble y fascinantemente fuertes, y pueden ayudar a cualquiera que se les arrime lo más mínimo.

Todos los casos que he mencionado son solamente una pequeña representación de las vidas de las personas de este planeta. La Tierra está en continua evolución y nosotros, como hijos de ella que somos, toda la vida pasamos por distintos momentos y evolucionamos a nuestro propio compás. 

Todo aquello que sentí estando embebida del amor y de la vida me ayudó a seguir forjándome como persona: me abrió la mente. Los juicios de valor que solía hacer ya no tenían sentido para mí, y mi manera de ser se suavizó, así todo aquel que tratara conmigo se volvía más dulce también, y siempre me sentía tranquila y protegida de valoraciones negativas (que tanto me habían importado en días pasados). Daba igual con quien hablara, charlar sosegadamente era como un bálsamo para esa persona, contagiándose de un aura de paz. 

Otra cosa que cambió en mí fue la vergüenza… ya no la tenía. Me daba igual devolver el saludo a los niños del jardín de infancia de un colegio, o canturrear por la calle pese a saber que otros me oían, o decirle a una señora que llevaba la etiqueta de la camiseta por fuera. No me importaba lo que otros pensaran o dijeran. Mi mente hacía oídos sordos sin consultarme. 

Suena tan bello… fue tan hermoso… tal vez si alguien me hubiese explicado que la esquizofrenia la mayoría de las veces no tiene que ver con ser agresivo, solo tal vez hubiera sabido qué estaba empezando a sucederme. Quizás hubiera frenado mi delirio en el momento justo y apenas hubiera necesitado medicación.

Pese a que puedo hacer una vida normal, cuando digo que soy esquizofrénica no quieren contratarme; y mis amigos no han vuelto a tratarme de la misma manera, parece que no quieran contrariarme. 

Aunque ya no me siento embebida por él, sigo creyendo que hay algo más grande que yo, y a ese “algo” le rezo cada noche porque mi familia no se preocupe tanto por mí, porque no vuelva a tener un brote, y porque la información sobre las enfermedades mentales mejore en este país. Somos personas normales, algunos necesitamos tratamiento y otros no, pero merecemos que vean más allá del título terrible de “loco”. 

Sigo ayudando a todos los que puedo; muchos ni siquiera saben que tengo una enfermedad, y sueño con un mundo sin marcas ni títulos: una sociedad hecha de personas.

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