180- La florista. Por María Amenedo
- 15 julio, 2011 -
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Aquella tarde de domingo, el cielo estaba plomizo y el aire enrarecido por el sofocante calor, como casi siempre. Mis amigos y yo jugábamos al fútbol en la plaza del pueblo, si es que a aquella superficie arenosa y tosca podía llamarse plaza y si es que a aquellas casas de adobe construidas sin orden ni concierto, podía llamarse pueblo.
Años atrás, cuando se descubrió el yacimiento y se construyó la mina, cientos de familias en busca de trabajo nos asentamos en medio de la nada y levantamos aquel poblado. Allí seguíamos desde entonces y allí seguiríamos mientras la mina continuara dándonos de comer.
Nuestra existencia era tranquila, tal vez demasiado. Jamás pasaba nada, ninguna novedad, ni buena ni mala, turbaba aquella paz no buscada que a aveces pesaba sobre nosotros como una losa imposible de sacarnos de encima. Pero nadie osaba protestar, nadie comentaba nada al respecto ni se le ocurría sacar al pueblo de la rutina de la manera que fuera. Los hombres tenían trabajo y aquello debía ser suficiente, era suficiente y por ello teníamos que limitarnos a vivir, así, sin más. Ni que decir tiene pues que su aparición resultó todo un acontecimiento que revolucionó la tranquilidad casi artificial en medio de la cual nos habíamos asentado.
Se dejó ver por vez primera aquella tarde de fútbol y calor, a lomos de un jumento famélico cuyas patas parecían a punto de doblarse definitivamente a cada paso que daban. A las leguas se veía que apenas podía soportar el peso de la mujer y de las dos enormes alforjas que coronaban ambos lados de su viejo lomo.
Condujo el burro a la esquina donde estaba lo que un día pretendió ser una fuente sin conseguirlo, pues jamás brotó de ella ni la más diminuta gota de agua. Allí se bajó del animal y vació las alforjas como si nada, con gesto natural, bajo nuestras miradas infantiles que la observaban entre asombradas e inquisidoras y más cuando nos percatamos de la mercancía que portaba, que no era otra que flores, ramos, macetas, montones de flores increíblemente frescas que dispuso cuidadosamente sobre el suelo pedregoso. Sólo cuando terminó de colocarlas se sentó en una desvencijada silla y allí se quedó, mirando sus flores, tocándolas, mimándolas, incluso hablándoles como si entendieran sus murmullos.
Pronto se corrió la voz de que en la plaza del pueblo se había asentado una florista, y las mujeres, ávidas de emociones que trajeran un poco de alegría a su hastiada vida, se asomaban a las ventanas de sus casas con curiosidad; y los hombres, de regreso de la mina, la observaban desde lejos murmurando sabe dios qué cosas.
Tuvieron que pasar unos días para que todos venciéramos nuestras reticencias y nos acercáramos a ella, que a pesar de que no vendía absolutamente nada de su mercancía, no cejaba en su empeño de regresar todas las mañanas a su esquina con su jumento y sus flores. Yo mismo me acerqué y le pregunté su nombre. Me miró y me sonrió.
-Puedes llamarme Rosa, o Azucena, incluso hay algunos que me llaman Jazmín, elige el que más te guste.
-Pero todo el mundo tiene un nombre – insistí – seguro que tú también tienes uno.
-¿Importa acaso el nombre que tengamos? Tú te llamas Daniel, es un nombre muy bonito, pero aunque tu nombre fuera el más feo del mundo seguirías siendo un buen chico y eso es lo que importa, el interior, no la envoltura.
Me sorprendió que supiese mi nombre sin que nadie se lo hubiera dicho y sobre todo aquella afirmación ante la que no pude dejar de pensar que tenía razón. Fue así que llegué a la conclusión de que aquella extraña mujer era una sabia y así hice correr la voz por el pueblo. No sé si fue por eso o por otra cosa, el caso es que al día siguiente, todas las mujeres se acercaron a ella, interesándose por su colorida mercancía y ella, generosa, les regalaba a cada una un ramito de sus flores preferidas y un consejo que no dejaba de asombrarlas.
-Claudia, debes cuidar tu salud, últimamente no andas muy bien de esas molestias en el estómago y eso es porque comes demasiado. Lidia, tú a quien debes cuidar es a tu esposo, él te quiere, no seas tan cruel con él. María no pienses más en marcharte, aquí estáis bien, tu marido tiene trabajo y tus hijos comida que llevarse a la boca a diario, piensa en todo que lo tuviste que sufrir para llegar hasta aquí…
A cada una le dirigía la palabra precisa, el consejo adecuado y les regalaba un ramito de petunias, o de violetas, o de rosas. No quería nada a cambio, ni siquiera unas míseras monedas, decía que no estaba allí para conseguir dinero, sino para traernos lo que nos faltaba, sin precisar más.
Un día no se presentó y el desconcierto reinó entre la pequeña población. Todos nos preguntamos qué podía haberle ocurrido, acostumbrados como ya estábamos a verla aparecer todas las mañanas procedente del terreno desértico que nos rodeaba y que no conducía a ninguna parte. Pero eso ya nos daba lo mismo, daba igual de dónde viniera, el caso es que viniera. Y lo hizo al día siguiente, para nuestro alivio. Nos pidió disculpas por sus ausencia, y se justificó diciendo que había tenido que ir a buscar nuevas mercancías allende los mares. ¿Allende los mares? Pero si el mar estaba muy lejos, tanto que ninguno de los que vivíamos allí lo habíamos visto jamás ni pensábamos en ello. Sólo cuando la vimos vaciar las alforjas de su asno se nos olvidaron esas cuestiones que ella consideraba vanas. Traía telas, telas de diferentes texturas y de llamativos colores que minutos más tarde repartía entre las mujeres para que se hicieran vestidos nuevos. A cada una le ofrecía un retal con la consabida flor y a todas les prometió enseñar el difícil arte de la costura para que pudieran hacerse las más bellas ropas.
Otro día llegó con libros, montones de libros que prestaba a mujeres, hombres y niños aduciendo que en ellos se guardaba el mayor tesoro que todos podíamos tener y un domingo trajo a su lado a un hombrecillo extraño, con apariencia más bien de gnomo que de ser humano, el cual portaba un rarísimo instrumento del cual brotaban las notas más armoniosas. La florista animó a todos a bailar al son de aquella música y desde esa tarde, todos los domingos nuestros padres se reunían en la plaza y se divertían danzando, o simplemente escuchando las notas maravillosas que parecían surcar el aire con suavidad.
La florista, poco a poco, se fue convirtiendo en alguien imprescindible en nuestro tranquilo poblado que, aunque seguía siendo tranquilo, por fin emanaba de sus calles y de sus gentes la vital alegría que siempre desearon.
Un día nos dimos cuenta de todo lo que había cambiado desde su llegada, vivíamos de otra manera, teníamos más cosas que hacer, más en lo que pensar, éramos…..más felices y, en agradecimiento, los hombres decidieron levantarle una pequeña casita de adobe para que se quedara para siempre entre nosotros. Mas cuando escuchó la propuesta la rehusó amablemente y nos dijo que su misión allí había terminado.
-Debo irme a otro lugar, a ofrecerles todo lo que os he ofrecido a vosotros y que habéis aceptado y aprendido a valorar. Esa ha sido mi mayor satisfacción, haberos traído la felicidad, esa felicidad que sólo se encuentra en las pequeñas cosas de cada día. Me voy, pero no os preocupéis, os llevaré siempre en mi corazón y os dejaré un recuerdo para que tampoco vosotros os olvidéis nunca de mi.
A la mañana siguiente ya no apareció. Asombrados pudimos ver que de la fuente seca de la plaza brotaba un abundante chorro de agua y que un precioso rosal de rosas amarillas la abrazaba.
Cuando por cualquier causa las preocupaciones nos atosigan no tenemos más que volver la vista hacía ese recuerdo que la florista nos dejó y entonces volvemos a escuchar sus palabras: la felicidad está en las cosas pequeñas de casa día., en ese generoso chorro de agua, o en esas vistosas rosas amarillas.
180- La florista. Por María Amenedo,
Hay dias en los que necesitaria una florista como la de tu relato en mi vida.
He disfrutado leyéndolo.
Mucha suerte.
ME GUSTÓ TU HERMOSO CUENTO QUE LINDA EN LO FANTÁSTICO. SUERTE MARÍA.
Sencillo relato como de un hada o algo así, ¿no?
Suerte.
Gracias por vuestros comentarios. No sé si mi florista es un hada, puede que si, en todo caso es alguien que intenta hacer ver a los demás la importancia de las cosas pequeñas de la vida. Un beso a todos
Un relato sencillo para resaltar la importancia de las cosas triviales. Se lee con suma facilidad, lo cual es un dato a tu favor. Quizá lo ideal para una mañana de esas revoltosas donde las cosas nos parecen incoherentes, el espejo nos devuelve una cabeza apepinada y los niños dejan la mermelada incrustada en la mesa. Vamos una mañana como la de cualquier día.
Suerte Maria
Sencillo y buena historia.
Felicidades
Dicho así parece una obviedad, por lo repetido, pero es cierto: «la felicidad está en las cosas pequeñas de casa día». Ojalá aparecieran con mas frecuencia en nuestras vidas mas «floristas» como la de tu cuento. Una idea preciosa. En cuanto a las cuestiones estilísticas, te ocurre lo mismo que me pasaba a mi cuando empecé a escribir, y es que uno tiende a repetir, inconscientemente, lo que ha aprendido de sus lecturas anteriores. Eso se nota en que abusamos de las expresiones tópicas (cielo plomizo, aire enrarecido, calor sofocante, en medio de la nada, pesaba como una losa, …). Pero lo importante es el deseo de escribir y en eso te animo a que continúes en este camino.
Mis mejores deseos para el certamen
Te encontré:
En esta ocasión no tuve la calma de meterme a leer a todos los relatos participantes. El día de hoy, por casualidad, al ver lo de Amenedo, por varios minutos me estuve preguntando: ¿Dónde he visto eso de Amenedo? Finalmente, cuando por unos segundos Mister Al me abandonó, no me quedó duda de que eres la escritora que admiré, admiro y seguiré admirando. Hace unos días (y lo puedes comprobar) En el relato No 89 El Palmípedo, de Jara Maga, pensé que eras tú, pues el bonito cuento que ella nos presenta, me confundió y llegué a pensar que se trataba de ti. Con este relato, La Florista, pienso y digo lo de siempre: ¿escribirás algo que no sea de mi agrado? Ha sido una gran sorpresa que una escritora como tú, reconocida, con tanto camino recorrido y con todos los libros e historias ya publicadas, se encuentre entre nosotros.
Te felicito desde el corazón, por este relato de La Florista. Lo disfruté palabra por palabra. Estoy muy contento de poder disfrutar de nuevo, otra de tus grandes y gloriosas historias. FELICIDADES.
Llego aquí de rebote, por una recomendación del compañero Aval, y pido disculpas por no haber pasado antes. Ya escribí en algún comentario que presentía se me iba a quedar más de un relato estupendo en el tintero. Y este es tu caso.
Un cuento sencillo, de lectura fácil, sin estridencias ni en la forma ni en el contenido. Bien escrito!
Sólo hay una frase que me ha chirriado levemente, por el abuso de la palabra «que»: «Tuvieron que pasar unos días para que todos venciéramos nuestras reticencias y nos acercáramos a ella, que a pesar de que no vendía absolutamente nada…»
Al menos uno de ellos podría ser sustituido sin cambiar el sentido de la oración pero mejorando la sonoridad.
( el último, por ejemplo,podrías poner: «que a pesar de no vender absolutamente nada…»)
En fin, encantada de haber pasado por aquí. Mi relato es el 89, «El Palmípedo», por si te interesa leerlo y/o hacer alguna sugerencia.
Beso.
Muchas gracias a todos por vuestros comentarios. Lava enhorabuena por tu éxito, ya sabes que te estimo mucho y que te llevó aquí en un rinconcito de mi corazón. A los demás igualmente muchas gracias poor vuestros comentarios, os aseguro que vuestros consejos no caen en saco roto porque aquí estamos entre otras cosas, tambien para intercambiar opiniones y con ello, mejorar. Un beso enorme a todos y suerte.
Que bonita historia, me ha recordado un poco al Principito… las flores, el agua, las pequeñas cosas, el personaje que aparece de sabe dios donde y desparece de igual manera…
Tener a una florista así en nuestras vidas sería algo maravilloso, pero creo que sería aún mejor que nosotros nos convirtieramos en esa florista para los demás.
Lo he disfrutado mucho.
Mucha suerte!
Un relato cuyo peso específico recae sobre su moraleja, resaltada en prácticamente todos los comentarios hasta ahora.
La manera de escribir es, como dicen los chavales, “lo siguiente” a cercana. Y la trama, de campamento escolar de verano. Un pueblo minero de los que que no figuran en los mapas (dicen que los únicos lugares verdaderos), una mujer que aparece con un burro cargado de flores, que conoce mejor que su madre a los lugareños comepatatas y los deja encandilados, que de repente desaparece para volver, ahora con telas, y seguir regalando consejos y alegrías.
Una parábola de manual para descascarillar las preocupaciones de la sociedad urbanita, más burra que el asno del cuento, y dejar al descubierto, en puros cueros, el oro filosófico perseguido por los viejos alquimistas: convertir la clave de la felicidad, la paz interior sin aditamentos impuros, en un Santo Grial a buscar y venerar.
En mi modesta opinión, el último párrafo o epílogo podría haberse evitado. Todo quedaba ya, a esas alturas del cuento, listo para la sentencia íntima de cada lector.
Felicidades, M. Amenedo.
Y a Aval: ya ves que sigo tu guía. Pero la única Amenedo escritora que conozco se llamaba Cristina, era gallega y falleció hace dos semanas. A ver si, al final, la autora de este relato nos desvela su misterio.