Cuando tenía nueve años me enamoré de Patricio Gutiérrez y dejé de comer. Fue, más o menos, en ese orden. Al igual que la ley de vasos comunicantes, a medida que el amor de Patricio me llenaba de peces de colores que nadaban en el mar, me vaciaba de comida. Empecé con pequeños gestos que pasaban desapercibidos en mi familia. Quitaba la mantequilla del pan en el desayuno y, luego, retiraba también toda la miga hasta dejarlo ahuecado como el casco de un barco abandonado en la playa, ligeramente inclinado en la orilla. Me entretenía con la comida del plato como si jugara a construir pequeños castillos que arrastraría el mar. Más tarde, escondía en la servilleta parte de la comida y, cuando recogíamos los platos con mi hermana, la tiraba a la basura en la cocina. Es fácil engañar si no te observan.
Enamorarse a los nueve años puede parecer demasiado prematuro pero no fue elección propia, me ocurrió así como quien te da una bofetada en mitad de la calle a plena luz del día y nadie, absolutamente nadie, intenta impedirlo. No puede evitarse lo que no quiere verse porque se teme o se ignora lo qué hay detrás de esa pared tan difícil de trepar que es la vida de los otros. Enamorarme de Patricio fue como si me dieran veinte mil bofetadas seguidas. Me ocurrió y me dejó aturdida. Fue difícil compartirlo con otros porque si decía, si pronunciaba siquiera, la frase: “Me enamoré de Patricio Gutiérrez”, a mi hermana, por ejemplo, causaría una irremediable burla o, peor, risas burlonas. Que con nueve años me enamorara era difícil de entender, incluso se podría decir que inexplicable. Pero claro no se trataba de explicarlo. Eran las veinte mil bofetadas seguidas que no podían dejarme indiferente. Cuando estaba con Patricio, no solos sino en compañía de todos, me sentía como un globo enorme con unos ojos y una boca muy pequeños, y pensaba que él sólo veía en mí a un gran globo dirigible sobrevolando el cielo nuboso de la playa como aquel avión que lo recorría con un cartel publicitario que decía “Marquesa, los mejores helados del verano”. Él no le dedicaba al avión ni cinco minutos de su tiempo porque no le interesaban ni los aviones ni los globos dirigibles como yo.
Durante el invierno, como no nos veíamos, comencé a escribir un diario, que jamás me atrevería a mostrarle, donde le explicaba a Patricio mis experiencias en el colegio o los detalles intrascendentes de mi vida familiar. Le contaba cómo la madre superiora me había llamado la atención porque no llevaba la camisa reglamentaria del uniforme. En realidad, yo siempre intentaba colocar algún adorno que marcara la diferencia porque odiaba ese uniforme tan poco agraciado, esa camisa con el cuello de picos rectos sin ninguna ondulación que rompiera la monotonía, ese azul marino que de marino no tenía nada, era un azul triste casi negro; se tendría que haber llamado azul tristeza o, mejor, azul confesión. Cuando le escribía a Patricio, modificaba ligeramente los acontecimientos porque no quería contarle que mis notas eran cada vez peores y que las monjas habían convocado en un par de ocasiones a mis padres (sólo fue mamá) por mis problemas de conducta. En realidad, yo no tenía problemas de conducta sino que me resultaba difícil concentrarme en lo que decían los profesores y, por consiguiente, no acertaba a contestar a ninguna pregunta y, si lo hacía, mis respuestas se referían a mis propias interpretaciones, al parecer erróneas, sobre ese tema en concreto. Nunca hablé de la comida, no quise contarle que no quería comer para no convertirme en una mujer gorda como mamá. Me horrorizaba la idea de parecerme a ella pero al mismo tiempo sentía vergüenza de explicarle que no deseaba ser una mujer gorda como mamá porque era como insultarla (y esto me provocaba cierta culpa) y porque no quería admitir que al ser su hija yo estaba abocada al fracaso estético más estrepitoso: ser una gordita simpática como ella. Mamá no parecía estar preocupada en absoluto por ser gorda ni parecía querer ser otra persona de la que era a pesar de que papá ya casi no venía por casa, se había trasladado a la provincia y sólo nos visitaba ocasionalmente cuando tenía que cerrar los negocios del campo. Ella se había quedado en el apartamento de la capital con nosotros donde llevaba una vida social intensa. La casa estaba siempre llena. En general, otras mujeres, gordas y flacas, recalaban en casa en busca de engañar el paso de las horas a bordo de sus enormes transatlánticos.
Papá siempre nos escribía cartas que yo respondía de inmediato en forma de pequeños poemas con rimas acaracoladas o, a veces, tan solo le enviaba un dibujo sin palabras; en cambio, mi hermana le escribía largas cartas explicándole cómo se desarrollaba la vida de la casa durante su ausencia. Tenía una capacidad increíble para fijarse en los detalles y reproducirlos en el papel, como si entendiera lo que ocurría a su alrededor, como si pudiera nombrar las cosas que yo, a veces, no lograba siquiera distinguir con claridad. Creo que fue ella quien le explicó que yo estaba demasiado flaca aunque ella me dijo que había sido mamá y había añadido que si yo creía que mamá era tonta. Yo no pensaba que mamá fuera tonta pero sólo que estaba demasiado ocupada en la organización de aquellos fantásticos cruceros que llegaban a casa. Además, no pensé que se fijaría en mí, el pequeño globo dirigible que gravitaba por los cuartos de aquella gran casa llena de turistas. En ese momento me hubiera gustado explicarle a mi hermana que no tenía hambre, que no sentía nada porque Patricio y sus peces ya lo ocupaban todo, el mar del verano se me había metido en las venas y me alimentaba todos los órganos sin necesidad de comer, salándolos poco a poco. Tampoco podía explicar que no quería ser como mamá porque sentía algo parecido al odio por haber dejado que todo se colapsara a su alrededor mientras ella sonreía y se tomaba unos langostinos con salsa rosa a bordo de su yate, engordando sin remedio. Mi hermana no lo hubiera entendido.
Un día llegó papá de la provincia y estuvieron horas encerrados en la sala. A veces se oían voces más altas pero ningún grito. Por un momento, dado el murmullo conciliador que se escuchaba detrás de la puerta, pensé que papá volvía a casa para quedarse. Pero, al día siguiente, me llevaron a un médico que me examinó, me auscultó y me pesó. Tenía las manos rosadas con manchas marrones y olía a polvos de talco. A él tampoco le expliqué lo de Patricio, le dije que no tenía hambre cuando me preguntó por qué no comía. Me pareció lo más convincente para un médico, hablar de peces y mar hubiera complicado las cosas, y no tenía ganas de quedarme allí mucho tiempo con un hombre que olía como lo hace un bebé pero que parecía tener mil años. Luego habló con mis padres y comenzaron a darme un jarabe para despertarme el apetito. Si algo despertó fue su profunda frustración y decepción porque veían que no se operaban cambios ni en mi comportamiento en el colegio ni en mi aspecto físico.
Aunque había comenzado el buen tiempo otra vez y eso me animaba porque significada que pronto iríamos a la casa de la playa, no conseguía sentir el calor. Observaba como todos iban quitándose la ropa, las capas de la cebolla, mientras yo seguía con los botines negros y ese abrigo azul marino del colegio. Era como si el calor sofocante de la ciudad se hubiese convertido en nieve del invierno sólo para mí. Digamos que el sol proyectaba los rayos de forma selectiva y calentaba a los otros mientras me dejaba a mí en el invierno. No sabía si era el famoso castigo que me habían prometido mis padres si no mejoraba en el colegio. No creía que mis padres tuvieran esa influencia en algo tan poderoso y grande como los astros, y en especial en el sol, que los profesores llamaban “astro rey” en este país sin reino, pero era verdad que mis padres tenían ciertas influencias, como decían mis tíos, y una cierta sed de venganza por mis continuas “excentricidades”, como decía mamá. Así, a medida que la primavera tomaba la ciudad y ofrecía un adelanto de lo que nos depararía el verano, no cesaba de nevar en mi pequeño círculo vital, como si nevara por dentro empañando los cristales al enfrentarse al calor de fuera, al revés de lo que sucedía en el invierno cuando los cristales se empañaban porque dentro hacía calor y fuera estaba helado. Era una nieve interna que me hacía ver todo como en una película en blanco y negro, como si se hubieran apagado las luces de la ciudad. Me era difícil imaginar un verano tan próximo en un invierno para mí tan lleno de frío, de lluvia y de nieve pero la esperanza de los juegos en la playa representaba para mí el único bote salvavidas durante mi propio hundimiento del Titanic. Una vez llegada a la casa de la playa, todo sería distinto.
La casa estaba patas arriba porque se acercaba la fecha en que nos trasladaríamos todos a la playa. Mamá dirigía el traslado como un capitán de barco de ultramar, le pedía a algún criado que levantara una vela o que cargara las bodegas con provisiones, o que subiera los baúles con ropa a los depósitos de la proa. Solamente la vi una vez entrar en la cocina, mientras yo mojaba unas galletas en un vaso de chocolate y las contemplaba mientras se hundían en el mar marrón como si fueran tesoros perdidos de un bucanero, pero pareció tan turbada, como si acabara de entrar a la morgue de un hospital, que se marchó rápidamente mientras la cocinera y yo nos mirábamos intrigadas y luego estallábamos en una gran carcajada. Una noche me despertó un llanto ahogado en el mar, unos sollozos vergonzosos y, cuando me desperté, vi a mamá a los pies de la cama llorando, lloraba de una manera tan extraña como si nunca lo hubiera hecho antes, como si las lágrimas le salieran de los ojos sin quererlo y cada una le produjera espasmos incontrolables en todo el cuerpo. Cuando me vio que la miraba sorprendida me pidió, me rogó que volviera a comer, me dijo que ya no sabía qué hacer, que no sabía qué me estaba pasando, que había seguido todas las instrucciones del médico, que ya no le quedaban más fuerzas, que, por favor, comiera, que comiera o me acabaría muriendo. Nunca había visto llorar a mamá y supongo que la helada de mi invierno me impidió sentir esa tristeza tan enorme que parecía querer explicarme. Mi hermana hubiera podido escribir seguramente todos esos sentimientos en una prolongada carta a papá pero mi testigo dormía hacía tiempo en la habitación contigua. Si no hubiese sido invierno en mi cama, le hubiese explicado mi amor por Patricio y también que yo era un inmenso zepelín volando por encima de las calles de la ciudad y que, al igual que aquel famoso Hindenburg que nos mostró papá en una foto, me precipitaría en llamas sobre la playa causando más estragos de los que pudiera evitar pero apagándome finalmente en el mar sin lograr que Patricio me prestara atención en ese último intento desesperado de agradarle.